viernes, 10 de octubre de 2014

Dama de treboles cap 99

   Nick, aún medio despierto, se frotó los ojos con la mano derecha porque el brazo izquierdo lo tenía atrapado debajo de Miley .Miró hacia ese lado y la vio dormida, tan serena que infundía paz. Con la cabeza apoyada en su hombro, el cabello se le desparramaba por la espalda y una de sus hermosas piernas descansaba sobre la suya.

   La primera luz del día se filtraba entre los encajes, iluminando su cuerpo con arabescos de luces y sombras que resaltaban la belleza de su piel satinada. Nick recorrió la longitud del brazo de Miley con la mirada. Al comprobar qué parte de su anatomía agarraba con tanta firmeza la mano de ella, entendió a qué se debía esa conocida sensación que empezaba a subirle hasta la boca del estómago. Rio entre dientes ante tan primaria muestra de posesión; la fiera marcaba su territorio.

   La visión de su cuerpo desnudo con los pechos presionando su costado y la firme opresión de su mano en lo más íntimo, le excitaron de inmediato. Le apartó la mano, con cuidado de no despertarla, y ella se removió sobre las sábanas elevando los brazos por encima de la cabeza.

   Nick se mordió el labio de satisfacción al ver cómo se erguían sus pechos con ese movimiento. Se inclinó y con la boca recorrió delicadamente su pubis, su estómago, sus senos. Con la lengua jugó a rodear su ombligo y, cuando internó apenas las yemas de los dedos en ella, se excitó aún más al comprobar que estaba preparada para acogerlo. El deseo pudo con él y se colocó entre sus muslos. Apoyado en los antebrazos la miró y ella, aún medio dormida, esbozó una sonrisa mimosa. Resultaba tan seductora que cerró los ojos y respiró hondo.

   Entró en ella con cuidado. Miley entreabrió los ojos y los labios al tiempo que se colgaba de su cuello y sus piernas lo rodeaban en una silenciosa aceptación. No hubo palabras, sólo miles de besos. Y los jadeos de ambos con cada lenta y profunda embestida acompañaron el balanceo acompasado de las caderas de ella. Juntos se adueñaron del placer entre gemidos, y sus cuerpos exhaustos quedaron laxos sobre las sábanas.

   Pasados unos deliciosos minutos, Nick se incorporó todavía dentro de ella. Odiaba tener que abandonar tan cálido refugio.

   —Buenos días —susurró besándola con dulzura.

   —Buenos días —sonrió—. ¿Qué ha pasado...?

   —¿Qué parte de lo que acaba de pasar es la que no has entendido? Lo digo porque... ¡Ay!

   El pellizco que recibió de Miley en la nalga le recordó que las bromas de buena mañana no siempre son bien recibidas. Ella intentó adoptar una actitud de seriedad con escaso resultado.

   —Debemos levantarnos —dijo con un beso rápido, al tiempo que lo apartaba.

   Nick se tumbó boca arriba con los brazos bajo la cabeza para observar cómo se colocaba el camisón y se anudaba la bata mientras hablaba sobre el desayuno y las provisiones para el viaje.

   Sonrió sorprendido al comprobar que con un gesto tan cotidiano, la dulce y sensual Miley se acababa de convertir en la práctica y activa señora Jonas.

   Mientras se vestía, oyó las voces de Grace y Aaron en la cocina. No había acabado de asearse cuando fueron llegando los cinco peones, preparados para el transporte del ganado hasta Kiowa Crossing.

   Tras el desayuno, Miley no dejó ni un momento los preparativos del viaje. Seria y enfrascada en el trabajo, no paraba de moverse por la cocina. Nick la notó demasiado silenciosa. Se puso frente a ella y con un dedo le alzó la barbilla para que lo mirara a los ojos.

   —Me gustaría tanto acompañarte —encogió los hombros—. Cabalgar junto a ti, dormir a tu lado bajo las estrellas, solos los dos en la misma manta.

   —Solos los dos —señaló hacia la puerta con media sonrisa—, y todos los peones.

   —Tardarás mucho —protestó con ojos tristes.

   —Tardaré lo justo. Las largas travesías pasaron a la historia, Miley Ahora tenemos el ferrocarril en Kiowa. —Impidió que lo interrumpiera con un gesto de la mano—. Sé que te parecen muchos días, pero las reses no pueden avanzar más de diez millas diarias.

   —No veo por qué.

   —Porque pierden peso —explicó con paciencia apoyando la frente en la suya—. No pienso hacerles recorrer más de seis millas al día. Cuanto más robustas las venda, más me pagarán por ellas, ¿lo entiendes?
   —Eso supone menos de cuatro días —añadió muy seria—. Sí, lo sé. Tienes asuntos que resolver en Denver y ahora soy la esposa de un ranchero.

   —No. Ahora eres una ranchera —la corrigió con una mirada cariñosa—. Tienes que cuidar de todo, incluso me temo que tendrás que salir con Aaron a vigilar el ganado que queda. Lo dejo todo en tus manos.

   Miley se abrazó a él con fuerza. Con semblante animoso lo miró a los ojos, dispuesta a asumir su responsabilidad. Nick sonrió, al verla tan en su papel de ganadera y le dio un beso largo y apasionado. ¡Dios, cómo iba a echarla de menos!

   —Vamos, vamos —interrumpió Aaron con una carcajada—. Que no se va a la guerra.

   Miley escondió la cara en el pecho de Nick, él la estrechó entre sus brazos y miró a Aaron alzando los hombros con impotencia. Éste bufó y les dio la espalda. «Recién casados», pensó encogiéndose de hombros.

   Pronto la cocina se convirtió en un revuelo de gente que entraba y salía; de alforjas cargadas, de voces y protestas de Grace ante las chanzas de los peones, y de carcajadas y chillidos de éstos al esquivar sus manotazos. Cuando al fin todo estuvo a punto, Aaron, Grace y Miley salieron al patio a despedir a los vaqueros.

   Miley a los pies del appaloosa, se resistía a soltar la mano de Nick.

   —Súbeme —rogó alzando los brazos.

   —No, cariño —musitó inclinándose hacia ella—. Si te subo, no te voy a dejar bajar.

   —Pues baja tú —exigió de brazos cruzados—. Tengo que contarte algo importante antes de que te vayas.

   Nick suspiró con impotencia y accedió a sus deseos bajando de un salto.

   —¿Qué es eso tan importante? —preguntó rodeándola por la cintura.

   —Anoche soñé que teníamos una niña.

   —¿Una niña? —preguntó con extrañeza—. No había pensado en esa posibilidad.

   —Pues es una posibilidad muy real —replicó—. ¿O crees que vas a poder elegir?

   Nick alzó las cejas y Miley negó con la cabeza.

   —De momento no, todavía no puedo saberlo. —El chasqueó la lengua y Miley rio por lo bajo—. Soñé que teníamos una niñita de siete años que leía sentada a la sombra de un roble. La vi con sus bucles castaños, tenía los mismos ojos que tú y usaba unos pequeños lentes.
  —Miley  no lo estropees —protestó frunciendo el ceño.

   —No lo entiendes. La vi levantar la vista ante un desconocido y con la barbilla muy alta le explicó que sólo necesitaba los lentes para leer. —Sonrió soñadora—. Si la hubieses visto, tan pequeña y tan arrogante. Era igualita a ti.

   —De todos modos, no es más que un sueño —argüyó.

   La idea de ver a su niña con lentes no le seducía en absoluto. Miley se colgó de su cuello y a
Nick se le erizó el vello al oírla reír muy bajo.

   —Sé que te morirías en cuanto esa niña te echase los brazos al cuello —susurró besándole el lóbulo de la oreja—. Nick, nuestra hijita llevaba un pequeño cuchillo en la bota.

   Nick se estremeció al pensar en aquella niña valiente y decidida, mitad él y mitad Miley .La apretó con fuerza y le dio un beso rápido. Montó de nuevo y la acarició con la mirada desde lo alto del caballo.

   Miró hacia su derecha, los peones ya se mostraban impacientes.

   —Aaron —ordenó con tono bajo y autoritario—, cuida de ella.

   Giró grupa y los peones al verlo iniciaron el trote camino de los pastos del Oeste. En el último momento, Nick se giró hacia Miley

   —Una pequeña Jonas, ¿eh? —preguntó con ojos entornados—. Me gusta la idea.

   Ambos sonrieron y Miley le lanzó un beso en el aire antes de que emprendiera el trote. Ella lo contempló mientras se alejaba. Casi se sobresaltó cuando Aaron le pasó un brazo por los hombros.

   —Los días pasan rápido, hija.

   —Es la primera vez —argumentó—. Supongo que acabaré acostumbrándome.

   —Eso seguro —añadió Grace acercándose a ellos—. Y llegará el día en que te alegres de perderlo de vista por unos días.

   —Alégrate, mujer, porque vas a perderme de vista durante un buen rato —le espetó él con insolencia a la vez que le daba una palmada en el trasero—. Vamos, Miley te contaré cómo celebrábamos cada San Patricio mientras vivió el viejo patrón. ¡Ésas sí que eran fiestas!


   Con ella del brazo, caminó hacia la casa sin hacer ningún caso de las protestas de Grace.


   Cinco días después de su partida, Nick se encontraba cómodamente sentado en el salón de los Watts. No le costó dar con la familia, eran bien conocidos en los ambientes acomodados de la ciudad. Miró a su alrededor y se sintió como un extraño. Sus ropas polvorientas tras días de viaje desentonaban en aquel entorno.

   —Me temo, señor Watts, que la mujer que dice ser su sobrina no es más que una impostora —aseguró Nick tomando un sorbo de café.

   —Es absurdo, no pensará usted que no me he tomado la molestia de realizar averiguaciones —cabeceó Clifford Watts.

   Nick lo estudió en silencio. Dejó la taza sobre la mesilla y se acercó hasta la chimenea.

   —Estoy absolutamente seguro —afirmó tomando un daguerrotipo—. No sé quién es esta mujer, pero estaría dispuesto a jurar que es mi esposa.

   Clifford Watts se removió en el sillón. La situación resultaba delirante: años y años buscando a su sobrina y en menos de dos semanas se encontraba con dos mujeres que afirmaban ser Arabella.

   —Lamento desilusionarle —respiró intranquilo—, pero no albergo ninguna duda respecto a mi sobrina Arabella.

   Tuvo que sacar un pañuelo del bolsillo para secarse la frente al recordar que esa misma mañana la había acompañado a las oficinas del Banco Nacional de Denver. Consideró que era su obligación poner a nombre de Arabella el dinero en metálico que le legó su difunto padre y ahora se arrepentía de haber actuado con tanta premura. Tal vez fuese más prudente posponer la visita al notario para la entrega de las escrituras sobre sus posesiones en Boston.

   —Creo que comete un error —zanjó Nick—, pero si mis argumentos no le convencen, no tengo nada más que decir.

   —Admito que las coincidencias son extraordinarias. Esa misma historia me la ha contado Arabella con todo detalle. Y coincide con lo que averigüé en Kiowa Crossing; pero no demuestra de ningún modo que su esposa sea mi sobrina.

   —Fue usted quién la llamó Marion en Kiowa, no lo olvide —dijo dándole la espalda.

   El señor Watts creyó estar viviendo una pesadilla. No podía haber cometido el error de abrir sus brazos a una impostora, no ahora que acababa de hacerle entrega de parte de la herencia. De ser así no sabía cómo iba a explicárselo a Rachel y Elisabeth. Además, si llegara a saberse, se convertiría en el hazmerreír de todo Denver.

   Cuando se estrechaban la mano, se oyó el aldabón de la entrada.

   —Debe de ser mi sobrina, ha salido de compras. Ahora tendrá la oportunidad de conocerla —explicó.

   Nick abrió la puerta de la sala y se sorprendió al encontrarse con un hombre tan alto como él.

   —Ah, John —exclamó Clifford Watts a su espalda—. Permita que les presente. John, el señor Jonas venía convencido de que su esposa podía ser nuestra Arabella, pero lamentablemente estaba en un error. John Collins, un amigo de la familia —aclaró dirigiéndose a Nick.

   Se estrecharon la mano, a Nick le sorprendió la mirada de aquel hombre, que lo estudiaba con mucho interés. Le calculó unos veinticinco años y la fuerza de su mano no era la de un caballero ocioso.

   —Señor Jonas, olvida su sombrero —advirtió Clifford Watts.

   Acompañó a Watts al salón y vio correr a una joven hacia la casa a través del ventanal. Nick se irguió de golpe.

   —¿Señor Jonas? —inquirió Watts al verlo absorto.

   Y entonces se escuchó una risa coqueta en el recibidor. Nick apretó el sombrero hasta doblar el ala. Aquella voz…, aquella risita falsa era inconfundible. Olvidando todas las normas de cortesía, él mismo abrió de par en par la puerta de la sala.

   No podía ser otra. Harriet Keller, de espaldas a él, desplegaba todos sus encantos ante un cariacontecido John Collins.

   —¿Qué haces tú aquí? —preguntó con tono amenazador.

   John se quedó impresionado por la transformación que sufrió el rostro de Harriet, pero ella mantuvo la compostura y se giró muy despacio.

   —La pregunta es ¿qué hace usted aquí, señor Jonas? Recuerdo haberle dejado muy claro que no aceptaba su propuesta matrimonial.

   —Déjate de tonterías. Ahora vas a explicar a estos caballeros quién eres en realidad.

   —Arabella Watts, ya se lo habrán dicho. Por fin he encontrado a mi familia.

   —¿Tu familia? Da gracias que no vaya hasta San Luis y traiga aquí a tu madre para que vea en qué te has convertido. —Harriet trató de replicar pero él se lo impidió—. ¿No lo sabías? Ha abandonado Indian Creek a causa del escándalo. Señor Watts —se dirigió al aturdido—, esta mujer es Harriet Keller, nacida en Indian Creek, hija de Amanda y Klaus Keller. Por cierto, tiene veintiocho años, no los veintitrés que tiene su sobrina, es decir mi esposa. Porque es ésa la edad que debe tener si desapareció con cinco años en 1866. ¿O me equivoco?

   John Collins presenciaba la discusión sin perder detalle. A Harriet empezó a temblarle la barbilla y roja de ira se dirigió exaltada hacia su supuesto tío.

   —No creas una palabra. Este hombre actúa por despecho por que me negué a casarme con él cuando vino a Kiowa. Y no conozco a esos Keller.

   —Ahora renuncias a tu sangre alemana. —Cabeceó chasqueando la lengua—. ¿Y esa mano? ¿Has sido capaz de herirte a propósito? —Ella escondió la mano instintivamente—. Imagino que la habrá examinado algún medico. Señor Watts, cualquier doctor podrá atestiguar la antigüedad de esa herida.

   —Caballeros, tal vez si hablaran con más calma, podría aclarar se este malentendido —intervino John Collins.

   Harriet decidió acabar con la conversación y se lanzó sobre su tío deshecha en llanto.

   —No lo permitas, tío Clifford. No permitas que me insulte —suplicó entre hipidos—. En cuanto venga Jason a por mí, juro que le dará su merecido.

   —¿Jason Smith? —Nick miró hacia el techo y apretó los labios—. Entonces eran ciertos todos los rumores. No me extraña que tu madre haya huido muerta de vergüenza.

   —¡Basta ya, señor Jonas! —ordenó Watts—. Le abro las puertas de mi casa y tiene la desfachatez de insultar a mi sobrina. No le conozco de nada, ¿quién dice que no viene usted en busca de dinero? Durante estos años he tenido que aguantar a un centenar de bribones que solo querían enriquecerse a costa mía.

   Los sorprendió a los tres la vehemencia con que abrió la puerta, mientras Harriet continuaba el berrinche aferrada a los hombros de su tío.

   Nick se giró desde el último escalón.

   —Mi esposa fue rescatada por un regimiento que la llevó a Fort Laramie. Si es necesario, iré hasta allí y, no lo dude, volveré —aseguró—. Algún día le enseñaré también el reloj de plata de su hermano.
 —¡Usted me lo quito! —gritó Harriet sin mirarlo.

   —Una mentira más —dijo torciendo el gesto—. Señor Watts, pregúntele a su sobrina qué iniciales hay grabadas en ese reloj.

   Harriet se giró con una mirada de odio.

   —«E. W.», maldito embustero —escupió las palabras—. Edward Watts. ¿Qué pretende?

   Nick no había apartado la mirada de Clifford Watts, que en ese momento palideció como un moribundo. Giró en redondo y cruzó el jardín satisfecho. Harriet acababa de cometer su primer error.

   John Collins aprovechó para quitarse de en medio.

   —Señor Watts, tendrá que disculparme. Elisabeth ya habrá salido del hospital. Iré a ver si la alcanzo de camino.

   El hombre asintió todavía impresionado, sin dejar de palmear la espalda de la desconsolada Harriet.

   —John, le ruego que no…

   —Cuente con mi discreción.

   Casi a la carrera salió de la casa, su intuición le decía que aquel hombre era sincero. Lo alcanzó a unas cincuenta yardas.

   —¡Señor Jonas! —Nick volvió la cabeza con el pie en el estribo—. Suerte que no se ha marchado usted —respiró aliviado.

   —Tengo prisa, Collins.

   —Es necesario que hablemos. —Le tomó del brazo—. Jonas, no me pregunte por qué, pero le creo. Y sé cómo ayudarle. Desde aquí a Fort Laramie hay más de doscientas millas, tardaría usted una eternidad en ir y volver. Hace un par de años construí una casa para un veterano de ese puesto: el teniente Fetterman, vive a siete millas hacia el forte, en Welby.

   —Puede que ese hombre haya oído hablar de mi esposa, o incluso recuerde su paso por el Fuerte.

   —No pierde nada intentándolo.

   —¿Por qué hace esto, Collins?

   —Tengo motivos para desconfiar de esa mujer.

   Se entendieron con una mirada y entre los dos se estableció una repentina camaradería.

   —¿Puedo preguntarle qué relación le une a los Watts?

   —Elisabeth y yo nos vamos a casar. —Se rascó la nuca—. En realidad, ella aún no lo sabe…

   Nick sonrió a pesar de todo. Cada vez sentía más simpatía por aquel Collins.

   —No me cabe duda de que lo conseguirá —dijo mientras montaba—. Tengo que dejarle. Teniente Fetterman, en Welby —recordó.

   —Siguiendo la calle Franklin hasta el final verá el camino hacia el forte, no tiene pérdida.

   —Gracias, Collins —se despidió.

   —Suerte.

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