Nick, aún medio despierto, se frotó los ojos
con la mano derecha porque el brazo izquierdo lo tenía atrapado debajo de Miley .Miró hacia ese lado y la vio
dormida, tan serena que infundía paz. Con la cabeza apoyada en su hombro, el
cabello se le desparramaba por la espalda y una de sus hermosas piernas
descansaba sobre la suya.
La primera luz del día se filtraba entre los
encajes, iluminando su cuerpo con arabescos de luces y sombras que resaltaban
la belleza de su piel satinada. Nick recorrió la longitud del brazo de Miley con la mirada. Al comprobar qué
parte de su anatomía agarraba con tanta firmeza la mano de ella, entendió a qué
se debía esa conocida sensación que empezaba a subirle hasta la boca del
estómago. Rio entre dientes ante tan primaria muestra de posesión; la fiera
marcaba su territorio.
La visión de su cuerpo desnudo con los
pechos presionando su costado y la firme opresión de su mano en lo más íntimo,
le excitaron de inmediato. Le apartó la mano, con cuidado de no despertarla, y
ella se removió sobre las sábanas elevando los brazos por encima de la cabeza.
Nick se mordió el labio de satisfacción al
ver cómo se erguían sus pechos con ese movimiento. Se inclinó y con la boca
recorrió delicadamente su pubis, su estómago, sus senos. Con la lengua jugó a rodear
su ombligo y, cuando internó apenas las yemas de los dedos en ella, se excitó
aún más al comprobar que estaba preparada para acogerlo. El deseo pudo con él y
se colocó entre sus muslos. Apoyado en los antebrazos la miró y ella, aún medio
dormida, esbozó una sonrisa mimosa. Resultaba tan seductora que cerró los ojos
y respiró hondo.
Entró en ella con cuidado. Miley entreabrió los ojos y los labios
al tiempo que se colgaba de su cuello y sus piernas lo rodeaban en una
silenciosa aceptación. No hubo palabras, sólo miles de besos. Y los jadeos de
ambos con cada lenta y profunda embestida acompañaron el balanceo acompasado de
las caderas de ella. Juntos se adueñaron del placer entre gemidos, y sus
cuerpos exhaustos quedaron laxos sobre las sábanas.
Pasados unos deliciosos minutos, Nick se incorporó todavía dentro de
ella. Odiaba tener que abandonar tan cálido refugio.
—Buenos días —susurró besándola con dulzura.
—Buenos días —sonrió—. ¿Qué ha pasado...?
—¿Qué parte de lo que acaba de pasar es la
que no has entendido? Lo digo porque... ¡Ay!
El pellizco que recibió de Miley en la nalga le recordó que las
bromas de buena mañana no siempre son bien recibidas. Ella intentó adoptar una
actitud de seriedad con escaso resultado.
—Debemos levantarnos —dijo con un beso
rápido, al tiempo que lo apartaba.
Nick se tumbó boca arriba con los brazos
bajo la cabeza para observar cómo se colocaba el camisón y se anudaba la bata
mientras hablaba sobre el desayuno y las provisiones para el viaje.
Sonrió sorprendido al comprobar que con un
gesto tan cotidiano, la dulce y sensual Miley se acababa de convertir en la
práctica y activa señora Jonas.
Mientras se vestía, oyó las voces de Grace y
Aaron en la cocina. No había acabado de asearse cuando fueron llegando los
cinco peones, preparados para el transporte del ganado hasta Kiowa Crossing.
Tras el desayuno, Miley no dejó ni un momento los
preparativos del viaje. Seria y enfrascada en el trabajo, no paraba de moverse
por la cocina. Nick la notó demasiado silenciosa. Se puso frente a ella y con
un dedo le alzó la barbilla para que lo mirara a los ojos.
—Me gustaría tanto acompañarte —encogió los
hombros—. Cabalgar junto a ti, dormir a tu lado bajo las estrellas, solos los
dos en la misma manta.
—Solos los dos —señaló hacia la puerta con
media sonrisa—, y todos los peones.
—Tardarás mucho —protestó con ojos tristes.
—Tardaré lo justo. Las largas travesías
pasaron a la historia, Miley Ahora tenemos el ferrocarril en Kiowa. —Impidió que lo
interrumpiera con un gesto de la mano—. Sé que te parecen muchos días, pero las
reses no pueden avanzar más de diez millas diarias.
—No veo por qué.
—Porque pierden peso —explicó con paciencia
apoyando la frente en la suya—. No pienso hacerles recorrer más de seis millas
al día. Cuanto más robustas las venda, más me pagarán por ellas, ¿lo entiendes?
—Eso supone menos de cuatro días —añadió muy
seria—. Sí, lo sé. Tienes asuntos que resolver en Denver y ahora soy la esposa
de un ranchero.
—No. Ahora eres una ranchera —la corrigió
con una mirada cariñosa—. Tienes que cuidar de todo, incluso me temo que
tendrás que salir con Aaron a vigilar el ganado que queda. Lo dejo todo en tus
manos.
Miley se abrazó a él con fuerza. Con
semblante animoso lo miró a los ojos, dispuesta a asumir su responsabilidad.
Nick sonrió, al verla tan en su papel de ganadera y le dio un beso largo y
apasionado. ¡Dios, cómo iba a echarla de menos!
—Vamos, vamos —interrumpió Aaron con una carcajada—. Que no se va a la
guerra.
Miley escondió la cara en el pecho de
Nick, él la estrechó entre sus brazos y miró a Aaron alzando los hombros con
impotencia. Éste bufó y les dio la espalda. «Recién casados», pensó
encogiéndose de hombros.
Pronto la cocina se convirtió en un revuelo
de gente que entraba y salía; de alforjas cargadas, de voces y protestas de
Grace ante las chanzas de los peones, y de carcajadas y chillidos de éstos al
esquivar sus manotazos. Cuando al fin todo estuvo a punto, Aaron, Grace y Miley salieron al patio a despedir a los
vaqueros.
Miley a los pies del appaloosa, se
resistía a soltar la mano de Nick.
—Súbeme —rogó alzando los brazos.
—No, cariño —musitó inclinándose hacia
ella—. Si te subo, no te voy a dejar bajar.
—Pues baja tú —exigió de brazos cruzados—.
Tengo que contarte algo importante antes de que te vayas.
Nick suspiró con impotencia y accedió a sus
deseos bajando de un salto.
—¿Qué es eso tan importante? —preguntó
rodeándola por la cintura.
—Anoche soñé que teníamos una niña.
—¿Una niña? —preguntó con extrañeza—. No
había pensado en esa posibilidad.
—Pues es una posibilidad muy real —replicó—.
¿O crees que vas a poder elegir?
Nick alzó las cejas y Miley negó con la cabeza.
—De momento no, todavía no puedo saberlo.
—El chasqueó la lengua y Miley rio por lo bajo—. Soñé que teníamos una niñita de
siete años que leía sentada a la sombra de un roble. La vi con sus bucles
castaños, tenía los mismos ojos que tú y usaba unos pequeños lentes.
—Miley no lo estropees —protestó frunciendo el ceño.
—No lo entiendes. La vi levantar la vista
ante un desconocido y con la barbilla muy alta le explicó que sólo necesitaba
los lentes para leer. —Sonrió soñadora—. Si la hubieses visto, tan pequeña y
tan arrogante. Era igualita a ti.
—De todos modos, no es más que un sueño
—argüyó.
La idea de ver a su niña con lentes no le
seducía en absoluto. Miley se colgó de su cuello y a
Nick
se le erizó el vello al oírla reír muy bajo.
—Sé que te morirías en cuanto esa niña te
echase los brazos al cuello —susurró besándole el lóbulo de la oreja—. Nick,
nuestra hijita llevaba un pequeño cuchillo en la bota.
Nick se estremeció al pensar en aquella niña
valiente y decidida, mitad él y mitad Miley .La apretó con fuerza y le dio un
beso rápido. Montó de nuevo y la acarició con la mirada desde lo alto del
caballo.
Miró hacia su derecha, los peones ya se
mostraban impacientes.
—Aaron —ordenó con tono bajo y autoritario—,
cuida de ella.
Giró grupa y los peones al verlo iniciaron
el trote camino de los pastos del Oeste. En el último momento, Nick se giró
hacia Miley
—Una pequeña Jonas, ¿eh? —preguntó con ojos
entornados—. Me gusta la idea.
Ambos sonrieron y Miley le lanzó un beso en el aire antes
de que emprendiera el trote. Ella lo contempló mientras se alejaba. Casi se
sobresaltó cuando Aaron le pasó un brazo por los hombros.
—Los días pasan rápido, hija.
—Es la primera vez —argumentó—. Supongo que
acabaré acostumbrándome.
—Eso seguro —añadió Grace acercándose a
ellos—. Y llegará el día en que te alegres de perderlo de vista por unos días.
—Alégrate, mujer, porque vas a perderme de
vista durante un buen rato —le espetó él con insolencia a la vez que le daba
una palmada en el trasero—. Vamos, Miley te contaré cómo celebrábamos cada
San Patricio mientras vivió el viejo patrón. ¡Ésas sí que eran fiestas!
Con ella del brazo, caminó hacia la casa sin
hacer ningún caso de las protestas de Grace.
Cinco días después de su partida, Nick se
encontraba cómodamente sentado en el salón de los Watts. No le costó dar con la
familia, eran bien conocidos en los ambientes acomodados de la ciudad. Miró a
su alrededor y se sintió como un extraño. Sus ropas polvorientas tras días de
viaje desentonaban en aquel entorno.
—Me temo, señor Watts, que la mujer que dice
ser su sobrina no es más que una impostora —aseguró Nick tomando un sorbo de
café.
—Es absurdo, no pensará usted que no me he
tomado la molestia de realizar averiguaciones —cabeceó Clifford Watts.
Nick lo estudió en silencio. Dejó la taza
sobre la mesilla y se acercó hasta la chimenea.
—Estoy absolutamente seguro —afirmó tomando
un daguerrotipo—. No sé quién es esta mujer, pero estaría dispuesto a jurar que
es mi esposa.
Clifford Watts se removió en el sillón. La
situación resultaba delirante: años y años buscando a su sobrina y en menos de
dos semanas se encontraba con dos mujeres que afirmaban ser Arabella.
—Lamento desilusionarle —respiró
intranquilo—, pero no albergo ninguna duda respecto a mi sobrina Arabella.
Tuvo que sacar un pañuelo del bolsillo para
secarse la frente al recordar que esa misma mañana la había acompañado a las
oficinas del Banco Nacional de Denver. Consideró que era su obligación poner a
nombre de Arabella el dinero en metálico que le legó su difunto padre y ahora
se arrepentía de haber actuado con tanta premura. Tal vez fuese más prudente
posponer la visita al notario para la entrega de las escrituras sobre sus
posesiones en Boston.
—Creo que comete un error —zanjó Nick—, pero
si mis argumentos no le convencen, no tengo nada más que decir.
—Admito que las coincidencias son
extraordinarias. Esa misma historia me la ha contado Arabella con todo detalle.
Y coincide con lo que averigüé en Kiowa Crossing; pero no demuestra de ningún
modo que su esposa sea mi sobrina.
—Fue usted quién la llamó Marion en Kiowa,
no lo olvide —dijo dándole la espalda.
El señor Watts creyó estar viviendo una
pesadilla. No podía haber cometido el error de abrir sus brazos a una
impostora, no ahora que acababa de hacerle entrega de parte de la herencia. De ser
así no sabía cómo iba a explicárselo a Rachel y Elisabeth. Además, si llegara a
saberse, se convertiría en el hazmerreír de todo Denver.
Cuando se estrechaban la mano, se oyó el
aldabón de la entrada.
—Debe de ser mi sobrina, ha salido de compras.
Ahora tendrá la oportunidad de conocerla —explicó.
Nick abrió la puerta de la sala y se
sorprendió al encontrarse con un hombre tan alto como él.
—Ah, John —exclamó Clifford Watts a su
espalda—. Permita que les presente. John, el señor Jonas venía convencido de
que su esposa podía ser nuestra Arabella, pero lamentablemente estaba en un
error. John Collins, un amigo de la familia —aclaró dirigiéndose a Nick.
Se estrecharon la mano, a Nick le sorprendió
la mirada de aquel hombre, que lo estudiaba con mucho interés. Le calculó unos
veinticinco años y la fuerza de su mano no era la de un caballero ocioso.
—Señor Jonas, olvida su sombrero —advirtió
Clifford Watts.
Acompañó a Watts al salón y vio correr a una
joven hacia la casa a través del ventanal. Nick se irguió de golpe.
—¿Señor Jonas? —inquirió Watts al verlo
absorto.
Y entonces se escuchó una risa coqueta en el
recibidor. Nick apretó el sombrero hasta doblar el ala. Aquella voz…, aquella
risita falsa era inconfundible. Olvidando todas las normas de cortesía, él
mismo abrió de par en par la puerta de la sala.
No podía ser otra. Harriet Keller, de
espaldas a él, desplegaba todos sus encantos ante un cariacontecido John
Collins.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con tono
amenazador.
John se quedó impresionado por la
transformación que sufrió el rostro de Harriet, pero ella mantuvo la compostura
y se giró muy despacio.
—La pregunta es ¿qué hace usted aquí, señor
Jonas? Recuerdo haberle dejado muy claro que no aceptaba su propuesta
matrimonial.
—Déjate de tonterías. Ahora vas a explicar a
estos caballeros quién eres en realidad.
—Arabella Watts, ya se lo habrán dicho. Por
fin he encontrado a mi familia.
—¿Tu familia? Da gracias que no vaya hasta
San Luis y traiga aquí a tu madre para que vea en qué te has convertido.
—Harriet trató de replicar pero él se lo impidió—. ¿No lo sabías? Ha abandonado
Indian Creek a causa del escándalo. Señor Watts —se dirigió al aturdido—, esta
mujer es Harriet Keller, nacida en Indian Creek, hija de Amanda y Klaus Keller.
Por cierto, tiene veintiocho años, no los veintitrés que tiene su sobrina, es
decir mi esposa. Porque es ésa la edad que debe tener si desapareció con cinco
años en 1866. ¿O me equivoco?
John Collins presenciaba la discusión sin
perder detalle. A Harriet empezó a temblarle la barbilla y roja de ira se
dirigió exaltada hacia su supuesto tío.
—No creas una palabra. Este hombre actúa por
despecho por que me negué a casarme con él cuando vino a Kiowa. Y no conozco a
esos Keller.
—Ahora renuncias a tu sangre alemana.
—Cabeceó chasqueando la lengua—. ¿Y esa mano? ¿Has sido capaz de herirte a
propósito? —Ella escondió la mano instintivamente—. Imagino que la habrá
examinado algún medico. Señor Watts, cualquier doctor podrá atestiguar la
antigüedad de esa herida.
—Caballeros, tal vez si hablaran con más
calma, podría aclarar se este malentendido —intervino John Collins.
Harriet decidió acabar con la conversación y
se lanzó sobre su tío deshecha en llanto.
—No lo permitas, tío Clifford. No permitas
que me insulte —suplicó entre hipidos—. En cuanto venga Jason a por mí, juro
que le dará su merecido.
—¿Jason Smith? —Nick miró hacia el techo y
apretó los labios—. Entonces eran ciertos todos los rumores. No me extraña que
tu madre haya huido muerta de vergüenza.
—¡Basta ya, señor Jonas! —ordenó Watts—. Le
abro las puertas de mi casa y tiene la desfachatez de insultar a mi sobrina. No
le conozco de nada, ¿quién dice que no viene usted en busca de dinero? Durante
estos años he tenido que aguantar a un centenar de bribones que solo querían
enriquecerse a costa mía.
Los sorprendió a los tres la vehemencia con
que abrió la puerta, mientras Harriet continuaba el berrinche aferrada a los
hombros de su tío.
Nick se giró desde el último escalón.
—Mi esposa fue rescatada por un regimiento
que la llevó a Fort Laramie. Si es necesario, iré hasta allí y, no lo dude, volveré
—aseguró—. Algún día le enseñaré también el reloj de plata de su hermano.
—¡Usted me lo quito! —gritó Harriet sin
mirarlo.
—Una mentira más —dijo torciendo el gesto—.
Señor Watts, pregúntele a su sobrina qué iniciales hay grabadas en ese reloj.
Harriet se giró con una mirada de odio.
—«E. W.», maldito embustero —escupió las
palabras—. Edward Watts. ¿Qué pretende?
Nick no había apartado la mirada de Clifford
Watts, que en ese momento palideció como un moribundo. Giró en redondo y cruzó
el jardín satisfecho. Harriet acababa de cometer su primer error.
John Collins aprovechó para quitarse de en
medio.
—Señor Watts, tendrá que disculparme.
Elisabeth ya habrá salido del hospital. Iré a ver si la alcanzo de camino.
El hombre asintió todavía impresionado, sin
dejar de palmear la espalda de la desconsolada Harriet.
—John, le ruego que no…
—Cuente con mi discreción.
Casi a la carrera salió de la casa, su
intuición le decía que aquel hombre era sincero. Lo alcanzó a unas cincuenta
yardas.
—¡Señor Jonas! —Nick volvió la cabeza con el
pie en el estribo—. Suerte que no se ha marchado usted —respiró aliviado.
—Tengo prisa, Collins.
—Es necesario que hablemos. —Le tomó del
brazo—. Jonas, no me pregunte por qué, pero le creo. Y sé cómo ayudarle. Desde
aquí a Fort Laramie hay más de doscientas millas, tardaría usted una eternidad
en ir y volver. Hace un par de años construí una casa para un veterano de ese
puesto: el teniente Fetterman, vive a siete millas hacia el forte, en Welby.
—Puede que ese hombre haya oído hablar de mi
esposa, o incluso recuerde su paso por el Fuerte.
—No pierde nada intentándolo.
—¿Por qué hace esto, Collins?
—Tengo motivos para desconfiar de esa mujer.
Se entendieron con una mirada y entre los
dos se estableció una repentina camaradería.
—¿Puedo preguntarle qué relación le une a
los Watts?
—Elisabeth y yo nos vamos a casar. —Se rascó
la nuca—. En realidad, ella aún no lo sabe…
Nick sonrió a pesar de todo. Cada vez sentía
más simpatía por aquel Collins.
—No me cabe duda de que lo conseguirá —dijo
mientras montaba—. Tengo que dejarle. Teniente Fetterman, en Welby —recordó.
—Siguiendo la calle Franklin hasta el final
verá el camino hacia el forte, no tiene pérdida.
—Gracias, Collins —se despidió.
—Suerte.
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