Miley llevaba ya una semana sola en el
rancho y parecía que el tiempo trascurría más lento sin Nick en casa. Grace se
había marchado hacía rato y los peones no tardarían en regresar a sus casas.
Así que, para distraerse, decidió hacer una tarta para cuando Nick estuviese de
vuelta.
Ya no hacía falta consultar la libreta de
recetas, se la sabía de memoria. Preparó la masa y la volteó varias veces.
«Cuanto más se amasa, mejor sale», recordó. Una vez estirada, la dispuso en el
molde engrasado y recortó los bordes.
Mientras pelaba una manzana, miró a su
alrededor y se sintió orgullosa. La alegría que desprendía aquella cocina se
debía a su esfuerzo.
—¿Ésta es manera de recibir a un hombre que
lleva una semana fuera de su casa? —La voz le hizo saltar de la silla.
Distraída, no habla oído el trote del
caballo. Se volvió. Apoyado en el quicio de la puerta, de brazos cruzados, Nick
la observaba con una sonrisa radiante. Miley dejó la manzana y corrió a
colgarse de su cuello. Él la recibió entre sus brazos y le dio un largo beso.
Una semana sin ella era demasiado tiempo.
—¿Me has echado de menos? —Miley le esparcía pequeños besos por toda la cara.
—Cada minuto. —Su mirada hablaba por sí
sola.
Miley le cogió de la mano para que se
sentase junto a ella.
—Mientras termino, me cuentas cómo te ha
ido.
—Mejor de lo que pensaba. Los precios han
subido y me han pagado por las reses más de lo convenido. Miley esto cada día va mejor. El próximo
año podremos aumentar la cabaña en quinientas cabezas más.
Ella asintió orgullosa. Tanto esfuerzo habla
merecido la pena.
—Estuviste muchos días en Denver… —sugirió
con curiosidad.
—Tenía cosas que hacer —se limitó a decir.
Tiempo habría para contarle el motivo de su
viaje y cuanto había averiguado. Durante días, se había debatido entre la
obligación moral de ayudarla a conocer su origen y el miedo a que se alejase de
su lado. No quería pensar en ello, porque la preocupación le producía el dolor
más intenso que había sentido en su vida.
Miley tampoco preguntó, confiaba en él.
—Te he traído una cosa —Nick cambió de
tema—, la compré para ti.
—¿Un regalo?
Él asintió. Miley parecía una niña el día de
Navidad, deseosa por destapar la sorpresa.
—Espera. Antes de dártelo, ve a por una
cinta de terciopelo estrecha.
Corrió al dormitorio y rebuscó en el primer
cajón de la cómoda. Revolvió en una cajita de cartón y escogió la más estrecha
que tenía. Supuso que se trataba de un broche o un colgante. Si no, ¿para qué
la cinta?
Regresó ansiosa a la cocina. Nick palmeó
indicándole que se sentara sobre él. Disfrutaba demorando el momento de
enseñarle su regalo. Miley corrió a su regazo con la cinta en la mano, que él
miró con aprobación. Del bolsillo del pantalón sacó algo que ocultó con la mano
boca abajo. Tomó la de ella y en su palma dejó caer un objeto pequeño.
—Para mi dama de tréboles.
Miley contempló emocionada un pequeño
shamrock de oro. Aquello significaba mucho más que cualquier palabra de amor.
—Pero yo no soy irlandesa.
—Tu apellido es irlandés —concluyó.
Lo tomó con cuidado y lo paso por la cinta
azul, alzándolo para contemplar su brillo. Recordó con un nudo en la garganta
la partida de poker que unió sus vidas y una lágrima se le escapó mejilla
abajo.
—Algún día podré regalarte un collar de
perlas para que lo cuelgues de él —le dijo en voz baja, secándole la mejilla.
Miley hundió la cara en su cuello; no
hacía falta, él era todo lo que necesitaba para ser feliz. Lo besó agradecida y
se anudó la cinta al cuello. Nick hizo un gesto de aprobación, le quedaba
perfecto.
Se levantó dispuesta a terminar la tarta
mientras él le contaba los pormenores del viaje. Cuando limpiaba la mesa de
restos de harina, Miley se quedó muy callada. Nick supo que alguna idea bullía
en su cabeza.
—Nick, no quiero pensar que esto es porque
supones que morirás antes que yo.
—Pero ¿quién ha hablado de morirse?
—protestó, pero su mirada se oscureció de repente—. Recuérdame dentro de un rato que tengo que
ir a casa de mi hermana a cortarle la lengua.
Miley lamentó haber sacado el tema,
sabía que estaba molesto porque se había enterado de un detalle tan íntimo por
boca de otra persona y para colmo había dejado a Emma en evidencia.
—De todos modos, no me lo quitaré nunca, lo
juro.
Él sonrió conmovido. Nunca le había hablado
de la muerte de sus padres, pero comprendió que con aquellas palabras le estaba
diciendo que ese colgante se convertiría en su señal en la vida eterna.
Miley se quitó el delantal y abrió el
horno para comprobar el estado de cocción de la tarta, pero seguía pensativa.
Tanto silencio escamó a Nick. Desde luego, era pertinaz. Cuando algo se le
metía en la cabeza no paraba hasta quedarse tranquila.
Decidió no pensar en ello. Se reclinó en la
silla y cerró los ojos. Tenía los músculos de las piernas agarrotados de
cabalgar durante horas. Las últimas veinte millas las había hecho casi volando,
ansioso por estar con ella.
Mientras la oía trajinar por la cocina,
recordó qué lejano quedaba el tiempo en que no tenía ganas de regresar a su
propia casa. Qué diferente era ahora su vida. ______ lo llenaba todo de
felicidad. Por fin estaba en casa con ella y una tarta en el horno impregnaba
el ambiente con su aroma. Olor tibio a pastel de manzana… Se sintió feliz: el
Paraíso debía de ser algo así.
—Nick…
—Ven aquí y dame un beso —pidió sin abrir
los ojos.
—Pero…, si yo muriese antes que tú…
—¿Otra vez con la muerte? —Dio un salto en
la silla.
La idea de la muerte de Miley le erizó el vello.
—Si. Me preocupa morir y que tú no tengas shamrock.
—Ni pienso tenerlo; no esperes que yo lleve
ninguna joya.
—¿Qué pasará entonces? No nos pondrán juntos
y tú no podrás encontrarme.
Nick la miraba ceñudo, harto ya del tema.
—Si eso llega a pasar, no habrá problema
porque con lo testaruda que eres seguro que te envían al Cielo de los
irlandeses. Si no, ya te buscaré yo. En cuanto llegue allí preguntaré por una
rubia que lanza cuchillos, no creo que haya tantas.
Ella rio con la idea. Él encontraría la
manera de estar juntos toda la eternidad. Y si no, algo se le ocurriría a ella.
Nick se puso en pie, estirando la espalda y
los brazos.
—¿Vas a lavarte un poco?
—Huelo mal, ¿verdad? —Ella sonrió—. Después,
porque ahora pensaba ir un rato a los pastos.
—Es tarde, los peones ya se habrán marchado.
—Voy dar un vistazo rápido —resolvió—, ¿y
ese beso?
Miley le tomó la cara entre las manos y
lo besó con dulzura.
—No tardes —susurró.
No
pensaba hacerlo, un rato de trabajo y de vuelta a casa.
Tenía una idea en mente para más tarde.
Tenía una idea en mente para más tarde.
Eran
casi las seis de la tarde y a Harriet le rugía el estómago. Durante la comida,
evitó probar bocado para hacer más creíble su fingido disgusto. Y después, tuvo
que marcharse con lo puesto; al menos consiguió librarse de la cargante
«primita» a tiempo y pudo pasar por el banco.
Apretó los dientes, no había podido cancelar
la cuenta y tuvo que dejar un fondo; escaso, eso sí. De haber retirado todo el
dinero con tanta prisa, habría levantado demasiadas sospechas en aquel banquero
impertinente.
Pronto pasaron los mozos anunciando la
próxima parada en Cheyenne.
—No estés nerviosa —advirtió Jason—. Si tu
«querido tío» ha dado aviso a las autoridades, nos buscarán en los trenes a
Kansas; nadie imaginará que hemos tomado la línea que va a Chicago. Pensarán
que nos dirigimos a Nueva York o a Boston.
—Eso espero, por ello comenté tantas veces
mi deseo de conocer Nueva York.
—Bien hecho. De todos modos, cambiaremos de
tren en Omaha para despistar. En cuanto paremos en Cheyenne, iremos al vagón
restaurante. Y después —murmuró en su oído— sueño con hacerte el amor. Este
traqueteo es muy excitante.
Lo miró de reojo con media sonrisa
complacida; lástima que no entrase en sus planes.
El tren fue disminuyendo la velocidad.
Harriet se asomó por la ventanilla, la estación de Cheyenne bullía de pasajeros
arriba y abajo. Por fin se encontraba a sus anchas. El brusco frenazo la hizo
tambalear.
—¿Estás bien? —La sujetó por la cintura.
—Mejor que nunca.
Harriet puso sus manos sobre las de él y se
las deslizó hacia abajo con una mirada sugerente. Por nada del mundo quería que
le pusiese las manos encima, pero tenía que ser cauta para que no sospechara.
—Voy a preguntar a los mozos cuanto
tardaremos en llegar a Omaha.
Jason era listo y no se le pasaba ningún
detalle. Lo primero que hizo fue registrar su bolsito por si se le había
ocurrido la idea de sacar el dinero. Por suerte lo encontró vacío. Más tarde,
él se empeñó en bajar del tren en Hughes y se agenció un par de maletas y
sombrerera; dos viajeros sin equipaje podían levantar sospechas. Tendría que
ser cuidadosa y actuar con rapidez.
Se
dirigió al descansillo de la izquierda y preguntó a uno de los mozos.
—¿Tardaremos mucho rato en partir?
—Unos quince minutos.
—En ese caso, bajaré a estirar las piernas.
Le regaló su mejor sonrisa y el hombre se
afanó en darle la mano para ayudarla a descender. Harriet se alejó segura de
que no le quitaba ojo de encima. ¡Que tontos llegaban a ser los hombres! Cuando
llegó al edificio de la estación, salió por otra puerta y rodeó el edificio.
Desde el lateral, podría observar el tren sin ser vista. Y ahora contaba con su
mejor baza, un testigo que la había visto bajar.
Cuando Jason Smith regresó al vagón y no la
vio, salió de nuevo al pasillo a buscarla. Empezó a inquietarse cuando recorría
un vagón tras otro sin dar con ella. Preguntó a los mozos, ninguno la había
visto. Al fin dio con uno que la recordaba.
—Si se
refiere a la señorita del vestido verde, no creo que tarde. Bajó a estirar las
piernas hace diez minutos —advirtió el hombre.
—¿A dónde fue?
—La perdí de vista cuando entró en la
estación.
Jason se mordió el labio inferior. Bajó de un
salto y corrió hacia la estación. Allí, los que la recordaban, coincidían en
que había salido por la puerta contraria. El silbido del vapor anunció que
pronto se pondría en marcha y tuvo que decidir entre quedarse a buscarla o
subir al tren en una fracción de segundo. Y optó por subir, no podía correr el
riesgo de encontrarse con las autoridades pegadas a sus talones. Corrió hacia
el tren y logró tomarlo ya en marcha.
Fue hasta su vagón y se reclinó en el
asiento con los ojos cerrados. Aquella pequeña víbora había conseguido darle
esquinazo.
Harriet contempló con una sonrisa satisfecha
la partida del convoy. Respiró hondo y se dirigió a las taquillas.
—¿Hacia dónde sale el próximo tren?
—San Francisco.
¡La ciudad del oro! La más grande del Oeste.
¿Y por qué no? Justo en dirección contraria. Allí no la buscarían ni Jason ni
los Watts. Con el dinero de la «querida» Arabella, pensaba empezar una nueva
vida y buscar un marido acorde con sus aspiraciones.
Se acarició el estómago. Bendito corsé que
era capaz de guardar todos aquellos billetes.
—Adiós, Jason —suspiró.
Iba a echar de menos a aquel granuja.
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besitos vuelve pronto y mil gracias por visitarme ♥