viernes, 10 de octubre de 2014

Dama de treboles cap 103

   El 14 de septiembre, Nick regresaba a Denver hastiado del traqueteo del carro. Las cuarenta y cuatro millas se le hicieron eternas, pero Miley así lo había querido y dormir abrazado a ella a cielo raso resultaba una idea muy tentadora.

   En cuanto rebasó la estación dela Union Pacific, el tráfico de vehículos en la calle Diecisiete se fue haciendo más denso, pese a ser domingo.

   Desde la entrada de la calle Quince divisó la casa de los Watts y un impulso le hizo frenar el carro a cincuenta yardas.

   En ese momento, la cancela se abría de par en par para dejar paso a John Collins a lomos de un imponente ejemplar de mustang. Nick sabía que contaba con una cuadra bien surtida, pues a menudo él y su hermano se desplazaban a caballo para supervisar sus obras en otras ciudades a fin de ganar tiempo.

   Rachel y Miley corrieron a recibirlo alborozadas, seguidas de Clifford. Nick se quedó contemplando la escena y algo se rompió dentro de él. Miley no parecía la misma: vestía ropas muy elegantes y su peinado era el de una dama. Estaba tan bonita que tuvo que apartar la vista.

   En ese momento, supo que todo había acabado. Desde que conoció a los Watts, había pretendido en vano alejar de la mente la idea que lo consumía. Durante días se debatió entre el egoísmo y la lealtad hacia ella. Y ahora la derrota se mostraba ante sus ojos. Pertenecían a mundos distintos y él, un simple ganadero, no podría ofrecerle jamás la vida de comodidades a la que había sido destinada. Miley era una mujer poseedora de una fortuna. Una dama de diamantes.

   La dama sencilla aunaba valor, pasión y ahora fortuna. Nick cerró los ojos con amargura. La experiencia le había enseñado a jugar sus cartas y cuando tenía en su mano el poker, acababa de perderlo todo.

   La miró por última vez para retenerla en su memoria. Cada vez que cerrara los ojos la tendría con él, aunque no lo refugiara el calor de su abrazo. Aunque nunca más podría reclinar la mejilla en su pecho para dejarse envolver por los latidos de su corazón. 
Tendría que atesorar en sus recuerdos su sonrisa, la ternura del olor a jabón perfumado, sus enfados, sus caricias. Y cada noche moriría al recordarla sudorosa abajo su cuerpo, cuando su boca convertía como ninguna cada palabra de amor en un susurro de seda.

   No, no podía permitir que renunciara por él a algo que durante años le fue negado. Tendría que aprender a vivir sin ella. Aunque al hacerlo quedaran todos sus sueños rotos y la oscuridad, como una niebla espesa, se instalara para siempre en el rancho Jonas él.

   Dejarla libre sería su mayor muestra de amor. Porque la amaba, la quería con todo su corazón.
Bajó la cabeza y, al ver la cadena que sobresalía del bolsillo del chaleco, sacó el reloj. Al abrirlo se le hizo un nudo en la garganta.

   —Miley

   Cuando algo se proponía… En el interior de la tapa, se había entretenido en dibujar con un clavo afilado un shamrock, su señal para la vida eterna. Y soñó con el momento más dulce, esperar a la muerte con la cabeza en su regazo susurrándole «te quiero», aunque solo fuese una vez.

   Murmuró una maldición al barrer una lágrima rebelde con el dorso de la mano. Respiró hondo y, tomando la decisión más dura de su vida, tiró de las riendas para girar de regreso a casa.
No había recorrido ni cien yardas cuando reconoció a la mujer que se acercaba hacia él.

   —¡Nick!

   Elisabeth se acercó alegre pero, al ver su expresión, la sonrisa desapareció de sus labios.

   —Miley te estará esperando —comentó en voz baja.

   —Por favor dale esto. Es suyo —rogó entregándole el reloj.

   Elisabeth se inquietó al ver cómo el carro se alejaba calle arriba. ¿Pero qué estaba pasando? El corazón le empezó a latir con violencia y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia su casa como nunca lo había hecho.

   Todos en el jardín de los Watts se sobresaltaron al verla llegar en aquel estado.

   —Elisabeth, ¿qué te sucede? —preguntó John asustado.

   —¿Ha ocurrido algo? —insistió su padre.

   —Miley … —jadeó—, es Nick. Se marcha.

   —No puede ser —replicó nerviosa—. Dijo que vendría a por mí.

   —El carro va en dirección al Este por la calle Diecisiete. Me ha dado esto para que te lo entregue.

   Cuando le puso el reloj en la mano, Miley  sintió una punzada en la boca del estómago. Vio el caballo a su lado y no dudó.

   —John, lo siento —dijo montando de un salto—. Te lo devolveré.

   «¡Estúpido!»… «estúpido… terco». Miley saltaba a lomos del mustang sin reparar en los vehículos que la iban esquivando en su galope temerario porla  Diecisiete. «Otra vez no». Esta vez no pensaba someterse a la voluntad de nadie. Y menos de él. Si no le quedó claro un mes atrás, ahora lo entendería. Y de qué manera.

   Tiró de las riendas e hizo un quiebro peligroso para esquivar un ómnibus que se le venía encima. El cochero se puso en pie en el pescante gritándole mil maldiciones que se perdieron en el aire.

   Estaba loco de remate si pensaba que iba a alejaría de él. ¡Harta! Estaba muy harta de que todos los que decían quererla tanto hubiesen convertido sus veintitrés años en una sarta de parches tan dispares que parecían unidos por la mano de un ciego.

   Primero su querido padre, que por amor se empeñó en educarla a su modo; sin poder elegir, se vio convertida en una lakota de aspecto extraño. Después los malditos casacas azules que, por su bien, decidieron erigirla en espectadora de excepción mientras cosían a sus padres a tiros. Y, por si el daño fuera poco, la enviaron bien lejos a una casa desconocida, con una mujer que la miraba como a una criatura anormal.

   Cordelia, la «bienintencionada» Cordelia, que, por su salvación, la manipuló a su antojo hasta hacer de ella una marioneta sin gracia, un ratón asustado, una mala imitación de mujer.
Al cruzar ante la estación dela Union, vio a lo lejos un carro. Agarró las riendas con tanta vehemencia que los nudillos se le tornaron blancos. Un carro cargado con frutas se apartó de su camino perdiendo en el quiebro la mitad de la mercancía.


   «No, Nick Jonas. Te equivocas si piensas que mi vida está en tus manos». Conforme se fue aproximando, galopó más y más rápido. El camino quedó sembrado de horquillas a su paso. «Te equivocas si crees que puedes elegir mi destino. No soy una de tus vacas… Soy una mujer… ¡Una mujer!… Y mi vida es mía».

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