viernes, 10 de octubre de 2014

Dama de treboles cap 98

—Hemos repasado lo que tienes que decir cientos de veces —advirtió Jason Smith—. ¿Seguro que lo recuerdas todo?

   —Palabra por palabra —afirmó Harriet muy seria.

   Al cerrar la mano, tuvo que disimular una mueca de dolor. La quemadura era superficial y casi estaba curada. Aun así, no olvidaría nunca el trato que le estaba deparando Jason Smith. Sus caricias no compensaban el daño que era capaz de causarle.

   Él le tomó la barbilla y, ante su resistencia, la sujetó con fuerza.

   —Ya ni se nota —confirmó observando su pómulo—. Tienes que perdonarme, preciosa, pero el golpe fue inevitable. Gritabas mucho.

   Cuando doblaron la esquina de la calle Quince, aminoraron el paso antes de llegar a la mansión de los Watts.

   —Ese hombre está deseando abrazarte. Cuando me presenté en su despacho el otro día, faltó muy poco para que se echase a llorar como una damisela —rio con sorna.

   —¿Te habló del dinero?

   —Al saber que estabas sola en el mundo, aseguró que no tenías de qué preocuparte porque hace años que custodia un dinero que es tuyo. Debemos seguir la historia de McNabb tal como él me la contó. No olvides que pueden indagar en tu pasado.

   —McNabb está muerto y la hermana también.

   —Pueden hacer averiguaciones. Si nos ceñimos a la vida de esa Miley no habrá problemas. Si preguntan, la gente les hablará de la hija adoptiva. Y ésa, ahora eres tú.

   A las puertas de la casa, Jason empujó la cancela.

   —Recuerda todo lo que hemos hablado. Yo desaparezco, pero no olvides que te estaré vigilando, ¿está claro?

   —En cuanto me haga con el dinero, volveré a buscarte al hotel —repasó el plan.

   —Nos casaremos en cuanto salgamos de aquí —murmuró con deseo.

   —Ya podríamos estar casados —argumentó suspicaz.

   —Cariño —sonrió acariciándole la garganta con el pulgar—, muéstrate feliz. Tu familia te espera.
Jason Smith respiró hondo antes de golpear la puerta. Si mantenían la calma, todo iría bien.

   La familia Watts los recibió con sincera alegría. El señor Watts las había puesto al corriente de la visita del señor Smith, y los tres esperaban impacientes el momento desde hacía una semana.

   El más emocionado era sin duda Clifford, que se abrazó a Harriet en cuanto la vio. Rachel y Elisabeth se mostraron encantadas de tenerla con ellos. La señora Mimm, por su parte, se secaba el rabillo del ojo al verlos tan emocionados.

   Durante más de una hora, conversaron sobre todas las etapas de su vida. Clifford y Rachel preguntaban preocupados por saber si había llevado una vida dichosa. Y Elisabeth se conmovió al conocer los tumbos que había dado, de una tribu sioux hasta que fue acogida por aquella viuda caritativa. Por fin ya no estaba sola, al menos los tenía a ellos. Harriet incluso derramó unas lágrimas sin soltar la mano de su supuesto prometido, que presenciaba admirado su excelente actuación.

   —Es terrible, querida. Permite que te llame Arabella, no me acostumbro a tu nuevo nombre —confesó Rachel tomándole la mano entre las suyas.

   —Ese nombre me lo puso mi querida madre adoptiva, ¡fue un ángel conmigo! Ella se encargó de hacerme olvidar las costumbres de aquellos salvajes. Pero es hora de que asuma mi verdadera identidad ahora que por fin sé que soy Arabella Watts.

   —Gracias al Cielo que llegó a mis manos aquel anuncio —aseguró muy serio Smith.

   Harriet dejó escapar una lágrima con la mirada perdida. Los Watts no se atrevieron a romper el silencio en un momento tan conmovedor.

   —Y ¿esas heridas? Precisamente en la mano izquierda —preguntó Clifford preocupado.

—Sufrió un percance muy aparatoso —se apresuró a responder Smith—. Sin duda culpa mía, debí suponer que no montabas a caballo.

   La miró con pesar y Harriet le sonrió con ternura.

   —Resbalé de la silla y me golpeé en la cara. En la mano no sufrí más que una escoriación que reabrió la cicatriz —explicó—. No es nada grave. En Colorado Springs me atendió un doctor. Pronto podré quitarme el vendaje.

   Harriet exhibió la palma de la mano dejando a la vista parte de la quemadura enrojecida que sobresalía del vendaje.

   —En la cara apenas se aprecia el golpe, pero quiero que te vean esa mano en el hospital —insistió Clifford solícito.

   —En mi equipaje llevo un antiséptico. Eres muy amable por preocuparte, tío Clifford, pero no será necesario. Y ahora —lo miró con un suspiro, a fin de desviar la conversación—, háblame de mis padres.

   Clifford le contó con lágrimas en los ojos la violenta muerte de su madre y el tesón con que la buscó su padre durante el resto de su vida. Harriet escuchó la historia entre sollozos abrazada a Rachel. Cuando Elisabeth le mostró el daguerrotipo en el que aparecía con sus padres, cerró los ojos y lo apretó contra su pecho con ambas manos.

   —¿Qué harás ahora, querida? Ha sido todo tan repentino —dijo Clifford—. ¿Piensas instalarte definitivamente en Colorado Springs?

   —La decisión la tiene mi futuro esposo —confesó bajando la vista.

   Jason Smith tuvo que morderse la lengua para no reír a carcajadas ante tal demostración de candor.

   —¿Hace mucho que estáis prometidos?

   —Tres meses —confesó feliz—. Tras el entierro, tío Rice se instaló conmigo. Yo no podía vivir con un hombre sin estar casada. Por tanto, le cedí la casa a mi tío. Acepté la invitación de unas primas lejanas de mi madre y me mudé con ellas a Colorado Springs.

   —En realidad, yo estaba de paso en esa ciudad, camino de San Francisco. Aún no he decidido dónde invertir mi fortuna —intervino Smith, dirigiéndose al señor Watts.

   Para tranquilidad de la familia, explicó que era veterano de guerra y que, al morir su madre, había decidido vender la casa familiar y trasladarse desde Maryland a Colorado. Sus argumentos resultaron tan convincentes que incluso el señor Watts se ofreció como consejero, si decidía invertir en minas.

   —California es un territorio rico en oro. Aunque no descarto invertir en minas de plata —aclaró demostrando estar al corriente en asuntos financieros—, y la plata ya se sabe que está en estas montañas.

   —Ya hablaremos con más calma —concluyó Clifford Watts.

   —Fue una suerte que me acogiesen las primas O'Gradie —comentó Harriet—. De no ser por ellas, no te habría conocido.


   —El destino, amor mío —aseguró besándole los nudillos.

Una semana después de su llegada, Harriet Keller ejercía su reinado en casa de los Watts. Aún se sorprendía al comprobar cómo aquel trío de incautos se desvivía en atenciones hacia su recién recobrada «sobrina».

   No había vuelto a ver a Jason desde que se esfumó con la excusa de no dejar ningún asunto pendiente en Colorado Springs. Lo imaginó nervioso al ver que los días pasaban, pero no convenía mostrar excesivo interés a fin de no levantar sospechas.

   Abrió el armario del dormitorio de invitados y suspiró gozosa. Aquello sí era el vestuario de una dama. «Tía Rachel» se había empeñado en costearle todos aquellos vestidos y sombreros.

   Vivir en Denver era una delicia. Tal vez pudieran quedarse allí, porque la posibilidad de que se descubriese el engaño resultaba remota, por no decir imposible.

   Abrió el cajón del comodín y acarició encantada su nueva ropa interior. Lástima que el señor Collins se mostrara tan frío. Rio con malicia imaginando la cara de la «primita» si al final John entrase por la puerta convertido en sobrino político. No le duraría mucho el disgusto. A fin de cuentas, no era más que una chiquilla y por suerte hombres había en abundancia en la ciudad.

   Miró hacia la calle apartando los visillos y se preguntó dónde estaría Jason en ese momento. Seguro que conocía cada uno de sus movimientos. Lo más sensato era obedecer sus instrucciones, pero en lo tocante a la boda, lo pensaría con más calma.
A cuatro calles de allí, Rachel Watts salía de la sombrerería acompañada de Elisabeth.

   —Hija, ¿piensas contarme qué te preocupa? —preguntó tomándola del brazo—. Estabas tan distraída que no has prestado atención ni a la mitad de los modelos que nos han enseñado.

   —Ayer me disgusté con papá, eso es todo. Cree que estoy celosa de Arabella y no es cierto.
Rachel recordó que Clifford le había comentado algo de pasada.

   —Sabes que no vamos a dejar de quererte.

   —¡Mamá! —protestó—, ¿tú también vas a empezar con eso? Es sólo que no me gusta la actitud de Arabella. Si le pregunto algo, se muestra esquiva; y sólo piensa en compras y más compras.

   —Tenemos que ser pacientes, seguro que actúa así a causa de la vida que ha llevado.

   —¿Y qué hay de la señora Mimm? Se pasa el día dándole órdenes como si fuera su doncella.

   —De eso me he dado cuenta y no me gusta nada. Hablaré con ella.

   —Creo que papá se precipitó al meterla en casa.

   —Cariño, cuando tu padre recibió la visita del señor Smith hace un par de semanas, le encargó a Tom Coleman que hiciese algunas averiguaciones.

   —¿El nuevo empleado de su despacho?
07:57 PM

   —Sí, ese joven. Y en Kiowa Crossing confirmaron palabra por palabra todo lo que nos contó tu prima. Cierto es que algunas personas le comentaron que la creían casada, pero su partida fue tan repentina que no se atrevieron a asegurarlo.

   Rachel decidió callar sus propias dudas. Aquella recién llegada a la que Clifford adoraba, no hacía más que levantar sospechas. Era imposible que una quemadura mostrase ese aspecto después de dieciocho años. En cuanto a su carácter, ya empezaba a estar un poco harta de tanto capricho, por no hablar de su actitud con John Collins.

   —Hay algo más —comentó Elisabeth con visible enojo.

   —Haremos una cosa. Ya casi hemos llegado a la calle Lawrence. Nos detendremos un rato en el restaurante Cook's a tomar una crema helada de esas que tanto te gustan.

   —No me estás escuchando.

   Su madre sólo quería distraerla porque sospechaba el verdadero motivo de preocupación de Elisabeth.

   —Dime, te escucho —dijo apretándole el brazo.

   —No me gusta como se comporta con John.

   —No estarás celosa...

   —¿Es que no se puede hablar con vosotros? —se quejó exasperada—. Cada vez que abro la boca me echáis en cara que todos mis problemas son celos infundados.

   —¿Te ha dado algún motivo para que te preocupes?

   —¡Claro que me ha dado motivos!

   —¿Y él?

   —¡Por supuesto que no! John es todo un caballero. Parece mentira que me preguntes eso —dijo al borde de las lágrimas.

   —Lo sé, cariño —aseguró con intención de arreglarlo—. No debería ni haberlo sugerido. Anda, no te enfades conmigo y cuéntamelo todo.

  —Anteayer, John nos llevó a presenciar el espectáculo de Mademoiselle Carolista.

   —Ah, ya sé, esa acróbata que anda sobre la cuerda floja. Tu padre me comentó que la exhibición tuvo lugar cerca de su oficina.

   —Arabella aprovechaba cualquier excusa para colgarse del brazo de John. Hasta a él se le veía incómodo por su proximidad. Estoy harta de tener que llevarla conmigo a todas partes.

   Su madre la entendió. Para la pareja resultaba un fastidio tener que soportar una compañía impuesta.

   —Y en cuanto John entra en casa —continuó—, no hace más que acribillarlo con miraditas y mohines provocativos.

   —Lo siento por tu padre, pero no pienso callar más —se dijo a sí misma en voz alta—. Elisabeth, tengo que darte la razón. Yo también he notado el descaro con que se muestra ante el señor Collins y no me gusta nada.

   —Me alegro de que reconozcas que no son imaginaciones mías —confesó aliviada.

   —No quería decirte nada para no preocuparte. Sólo espero que su prometido vuelva pronto a por ella. No me gusta su actitud, ni cómo trata a la señora Mimm, ni cómo derrocha nuestro dinero, ni sus continuas quejas, ni cómo con cuatro arrumacos es capaz de hacer lo que quiere con tu padre. Ya está dicho —concluyó respirando hondo—. Y ahora, vamos a por esa crema helada.

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