viernes, 10 de octubre de 2014

Dama de treboles cap 97

El paseo dominical por el City Park se había convertido en una costumbre sagrada. De regreso, John acompañó a Elisabeth a casa.

   —¿No quieres pasar? —preguntó abriendo la cancela.

   —No sé si debo, en ausencia de tus padres.

   —Está la señora Mimm, y no creo que mis padres tarden en regresar de Kiowa Crossing.

   John aceptó de buena gana al ver cómo le rogaba con los ojos. También él necesitaba estar junto a Elisabeth cada minuto del día.

   Al primer golpe de aldaba, los recibió la señora Mimm.

   —¿Tan pronto en casa?

   —Estaba cansada de caminar y estos zapatos me molestan —se excusó.

   —Anda, sube a cambiarte mientras preparo un poco de té para el señor Collins.

   —Preferiría café, si no es molestia.

   —Claro que no es una molestia, pase al salón. No tardaré nada.

   Elisabeth lo acompañó hasta la puerta del saloncito y se excusó para cambiarse de calzado.
John se acomodó en el sofá y, mientras esperaba, ojeó los retratos familiares.

   —Tengo una familia muy pequeña —explicó Elisabeth sentándose a su lado—. Mi madre es hija única, como yo. Y el único hermano de mi padre murió..., ya conoces la historia.

   La señora Mimm apareció con una bandeja provista de dos servicios de café, que dejó sobre una mesilla.

   —Gracias, señora Mimm.

   —Elisabeth, hoy estoy muy ocupada. He aprovechado que no está tu madre para hacer inventario de la despensa, así que si necesitas algo, allí me encontrarás —informó con una mirada cómplice—. Pero me temo que tendrás que entrar a avisarme, porque ya sabes que desde allí no se oye nada.

   A John le entraron ganas de estamparle un beso en cada mejilla. Esa mujer era una joya. Y Elisabeth le agradeció con los ojos el detalle, tenía un gran valor dada la escasez de sus momentos de intimidad.

   Cuando se encontraron a solas, John retomó la conversación.

   —Supongo que algún día te gustaría tener una gran familia.

   —Así es —sonrió mientras servía el café.

   Bajó la vista porque empezó a ruborizarse, temía que se le notase en la cara que soñaba con esa familia. Y, en ese sueño, siempre aparecía él.

   —A mí me pasa lo mismo.
John no dejaba de mirarla, mientras ella se concentraba en no derramar ni una gota. Le tomó la taza de las manos al ver que le temblaban y la devolvió a la bandeja.

   —¿Estás nerviosa? —preguntó acariciándole la sien con la nariz.

   Elisabeth negó y lo miró a los ojos. La atrajo hacia él y la besó despacio. Pero cuando ella se abrazó a su cuello, profundizó el beso con la intensidad que ambos deseaban.

   La tumbó en el sofá y colocó las manos a ambos lados de su cabeza. Elisabeth le acarició los labios. Los ojos de John chispeaban de deseo. Cuando se inclinó de nuevo sobre ella, sintió todo su peso y se entregó a sus besos. John la atrajo por las caderas, levantó la falda y la acarició por encima de las medias. La mano le temblaba cuando la deslizó bajo el calzón y por fin se apoderó de su muslo. Con la boca recorrió el cuello de Elisabeth y se recreó en su escote. Ella le acarició la espalda por debajo de la chaqueta y arañó su camisa cuando él le moldeó los pechos por encima del vestido.

   John creyó que estaba en el Cielo cuando ella lo acercó de nuevo a su boca. Al incorporarse en un intento por controlar la respiración, Elisabeth alzó el rostro buscando sus labios.

   —John, no dejes de besarme —jadeó.

  —Elisabeth —comentó desde el vestíbulo la señora Mimm en voz muy alta—, parece que tus padres ya llegan. Desde la cocina los he visto abrir la cancela. A ver qué nos cuentan sobre la inauguración.

   El comentario pretendidamente desenfadado de la señora Mimm provocó que John se levantara como un resorte. Cogió a Elisabeth de las manos y de un tirón la puso de pie a su lado.
   Ella se llevó la mano al pecho: el corazón le latía como si acabase de correr diez millas. Miró a John, él se peinaba con las manos y a toda velocidad se enderezaba la corbata y estiraba la chaqueta. Ella, con cara de susto, se alisó el vuelo de la falda con cuatro manotazos y se recolocó los bucles.

   Se sentaron como dos autómatas, pero se incorporaron de un salto al oír que se abría la puerta de la calle. Elisabeth carraspeó y se dirigió al vestíbulo para recibir a sus padres con su mejor sonrisa.

   —¿Cómo lo habéis pasado? —preguntó besando a uno y a otro.

   —Ah, Collins, está usted aquí —lo saludó Clifford tendiéndole la mano.

   —¿Qué tal el viaje? —preguntó besando la mano de Rachel—. Elisabeth ha tenido la amabilidad de invitarme a café.

   —Me molestaban los zapatos —explicó apresurada—. Hemos vuelto muy pronto del paseo. Y, en la fiesta, ¿había mucha gente?

   —Muchísima —comentó su padre—. Aún estamos medio aturdidos, porque hemos visto a una mujer...

   —En fin, yo ya me marchaba —interrumpió John—. Mañana debo presentar unos presupuestos... Celebro que se hayan divertido. Elisabeth —le besó la mano a toda prisa y salió por la puerta.

   Elisabeth lo miró marchar con ojos anhelantes, no podían despedirse sin una palabra. Cuando la puerta se cerró, su mirada se cruzó con la de su madre y bajó la vista.

   —Durante la cena tenéis que contármelo todo. Ahora tengo que ayudar a la señora Mimm, he prometido que le echaría una mano con el inventario.


   Su padre ni reparó en su rubor ni en la prisa que se dio en escabullirse hacia la cocina. Pero Rachel, al entrar en el salón, sonrió al ver intactas las dos tazas de café.


   En cuanto llegaron a tierras de los Jonas, los muchachos empezaron a impacientarse, ansiosos por contar a sus padres todo lo que habían visto. Subiendo la colina, ya vieron que Matt y Emma los esperaban.

   Una vez frenó el carro, los chicos bajaron en tropel y Matt, antes de hacer otra cosa, se dirigió al asiento de Miley

   —Buena chica —dijo en tono agradecido pellizcándole la mejilla.

   De inmediato se giró y, abriendo los brazos, se dispuso a recibir a sus dos hijas que corrían dispuestas a colgarse de su cuello. Emma besaba a Joseph a la vez que le revolvía el pelo y tomaba de sus brazos al pequeñín, que se lanzó hacia ella como si no viera a su madre desde hacía un mes.

   —¿A qué ha venido eso? —preguntó Nick que había presenciado en silencio el recibimiento de Matt.

   —Les hice un regalo.

   —¿Qué tipo de regalo?

   —No te gustará saberlo —concluyó Miley dando por zanjado el tema.

Nick se fijó en Matt.
Luego en Emma.
Ambos tenían el pelo húmedo.
Sospechó la naturaleza lujuriosa del regalo y con un estremecimiento hizo un gesto con ambas manos para que Miley no continuara.

   —Joseph, ve a por los caballos —le indicó su padre.

   Nick dirigió el carro al establo. Desenganchó los animales y esperó a un lado a que Joseph sacase los suyos.

   Estaba apilando heno en una de las cuadras, cuando el chico entró. Se quedó contemplándolo en silencio con un pie apoyado en el esparcidor de estiércol.

   —Tu padre debe de estar esperándote —comentó Nick a la vez que amontonaba heno en el pesebre.

   —Quería comentarte algo —se encogió de hombros—, aunque puede que sea una tontería.

   —¿Quieres que hable con tus padres de tu interés porla Medicina?

   —No se trata de eso. Es algo que ha pasado hoy, en Kiowa.

   —Suéltalo.

   El chico le contó con todo detalle el encuentro con aquel matrimonio. Nick lo escuchaba muy serio, no entendía por qué Miley no le había mencionado nada sobre el incidente.

   —He pensado que era mi obligación decírtelo —dijo incómodo—. No creo que tenga ninguna importancia, pero no imaginas cómo se puso Miley .No quería ni oír hablar del asunto, insistió mucho en que me olvidara de ello.

   —No te preocupes. ¿Watts has dicho que se llamaban?

   —Sí, Clifford y Rachel Watts.

   —Fuera te esperan hace rato —concluyó revolviéndole el pelo—. Y, Joseph..., de esto, ni una palabra a nadie.

   —Descuida —aseguró el muchacho saliendo por la puerta.

   Durante el resto de la tarde, Nick estuvo inquieto. No hacía más que pensar en las palabras de Joseph. Si el parecido era tal que incluso pensaron que podía ser sobrina suya, puede que hubiese alguna relación de parentesco. Podía darse esa coincidencia, ya que Miley desconocía su verdadero origen. Y estaba el reloj; tal vez las iniciales... No, de ningún modo podía olvidar el asunto como si nada hubiese sucedido. Miley era muy intuitiva, si el encuentro con aquellas personas la había inquietado era por algún motivo. Tenía que hacer algo al respecto. Una buena ocasión sería aprovechar el viaje a Kiowa para la venta de reses.

   Horas después, en la cama, continuaba absorto ideando la manera de averiguar más cosas sobre el matrimonio Watts de Denver.
Miley abrazada a él, guardaba silencio. Trató de apartar de su mente el encuentro con aquella pareja. Era feliz al lado de Nick y no iba a permitir que nada interfiriese en su vida.

   —¿En qué piensas? —preguntó acariciándole vello del pecho.

   —Pensaba que la felicidad consiste en estar tumbado boca arriba, con los brazos bajo la cabeza —aseguró en voz baja—, y tenerte enroscada a mí como una serpiente.

   Miley emitió una risa dulce y se aferró aún más a él.

   Nick la besó en la cabeza y cerró los ojos. De todos modos, no había de qué preocuparse. Quizá no fuese más que una simple coincidencia.

   Miley se levantó a apagar el farol y volvió a la cama. Nick la atrajo con fuerza. No había tardado ni medio minuto y ya echaba de menos sentirla pegada a él. Por nada del mundo pensaba renunciar a la felicidad que la vida le había regalado, porque su felicidad era Miley

   Esa noche, a los dos les costó conciliar el sueño.

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