viernes, 10 de octubre de 2014

Dama de treboles cap 100

Elisabeth llevaba ya una tormentosa semana sin noticias de John Collins. A primera hora de la tarde, salió por la puerta lateral del St. Joseph y, no había hecho más que acomodarse en su coche de paseo, cuando lo vio aproximarse a grandes zancadas. Azuzó al caballo y con gesto altivo emprendió un rápido trote para desaparecer cuanto antes de allí, pero John la alcanzó en una carrera y engancho las riendas con una mano.

   —¡Para y baja de ahí! Tenemos que hablar —ordenó.

   Elisabeth forcejeó con él para hacerse con el mando, pero sus esfuerzos fueron infructuosos.

   —¿Por qué habría de hacerlo? —protestó sin mirarlo, muy furiosa.

   —Porque apenas me caben las piernas en ese carrito de juguete que conduces —replicó enfadado ante su obstinación—. ¿No bajas? Como prefieras.

   Al ver que ella no pensaba ceder, detuvo aquel pequeño Buggie de los que llamaban «de doctor», y se sentó comprimiendo a Elisabeth contra el lateral. El vehículo estaba pensado para dos pasajeros a lo sumo, siempre que uno de ellos no tuviese la envergadura de John Collins.

   —Usted y yo no tenemos nada de que hablar, señor Collins —afirmó alzando la barbilla.

   —¿Ahora ya no soy John? ¿Vuelvo a ser el señor Collins? —preguntó irónico—. Me da igual, vas a escucharme te guste o no.

   —No pienso hablar con usted. Su comportamiento me ha demostrado qué clase de hombre es.

   John, con aparente calma, dirigió el coche hacia las afueras de Denver: necesitaba un lugar en el que pudieran hablar tranquilos, sin la presencia de curiosos. Cuando Elisabeth comprobó que se dirigían hacia el norte por la calle Franklin e iban dejando atrás la zona más poblada, se impacientó al verse sometida a su voluntad.

   —Quizá pretende usted llevarme a un sitio aislado para abusar de mí. La culpa fue mía por permitirle excederse de aquella manera y ahora me cree una mujer carente de moral —atacó con ira.

   —¡Deja de decir tonterías! ¿Qué clase de hombre crees que soy? Me he propuesto respetarte hasta que nos casemos.

   Aquella afirmación encolerizó a Elisabeth de tal modo que empezó a golpearlo con furia y a propinarle empujones a la vez que intentaba arrebatarle las riendas.

   —Maldito presuntuoso, ¡fuera de mi coche ahora mismo! —mascullaba con los dientes apretados.

   John paró en una zona apartada, estupefacto ante la nueva faceta que acababa de descubrir en Elisabeth.

   —Así que sabes maldecir —comentó divertido.

   —Diga lo que tenga que decir y rápido —exigió ella con los brazos cruzados y mirando hacia otro lado.

   Él le tomó la barbilla y le volvió la cabeza con suavidad. Al principio, Elisabeth se resistió pero no pudo evitar sucumbir al tacto de su mano. Lo miró con los ojos llenos de ira, aunque su corazón latía por él.

   —Cariño, si cuando te muestras angelical me vuelves loco, tengo que reconocer que furiosa aún me gustas más. Elisabeth… —susurró.

   La besó apenas rozándola, pero ella lo separó con cuidado. No pensaba caer rendida en sus brazos sin una explicación.

   —John, te lo ruego. No juegues con mis sentimientos —suplicó más calmada—. Desde que nos conocemos, pasas a verme casi a diario, salvo cuando estás de viaje. Incluso hay días que más de una vez. Y ahora, ¿qué he hecho para no saber nada de ti de pronto?

   —Vengo de tu casa.

   —¿Después de una semana sin aparecer? Si pretendes que te crea…

   —Si me dejas que te explique.

   —Eres distinto desde aquella tarde en casa. Se que no me comporté como corresponde a una dama…

   —No, cariño. Nada de eso. Tú eres una mujer de verdad —aseguró mirándola con adoración—. Te entregas a mí de una manera tan apasionada que me haces perder el control.

  —Por eso desapareciste con tanta prisa en cuanto viste a mis padres, sin una palabra cariñosa hacia mí —le reprochó dolida—. Desde entonces, no has vuelto siquiera a tomarme la mano.

   —Qué pronto olvidas —adujo enojado.

   —No he olvidado ni una sola de tus caricias —murmuró entrelazando sus dedos con los de él—, pero cada vez que me besas a escondidas, con miedo a que nos descubran, ¿cómo crees que me siento?

   —¿Y qué quieres que haga si siempre que nos vemos estamos rodeados de gente?

   —Pensé que te avergonzabas de mi conducta y que por eso te acercabas a mí de manera furtiva.

   —No sé cómo has llegado a pensar eso. Aquella tarde tuve que salir de tu casa… no lo entenderías. Mi estado era muy evidente. —No sabía cómo explicárselo—. En fin, tus padres habrían sospechado. Yo solo pretendía defender tu reputación ante ellos, y la mía, claro está. Tú no sabes a qué me refiero.

   —Se de qué hablas. Cuando empezaron a venir pretendientes a mi casa —bajó la vista—, mi madre me explicó todo lo que tengo que saber con respecto a los hombres.

   Cuando se atrevió a volver a mirarlo, comprobó que él la estudiaba con el ceño fruncido.

   —¿Has tenido muchos pretendientes? —preguntó celoso.

   —Por supuesto —aseguró.

   John sonrió ante su actitud presumida. Su vida iba a ser muy divertida junto a aquella fierecilla morena.

   —Elisabeth, desde aquella tarde no duermo ni como —confesó en tono íntimo jugando con un rizo junto a su oreja—. Al ver que respondías a mis caricias con tanta pasión, supe que no podré vivir sin ti.

   —¿Y por qué hace una semana que no sé nada de ti?

  —La última semana sin verte ha sido un infierno y no he podido aguantarlo. Por eso he pasado por tu casa hace un rato. Pero mientras viva allí tu prima, me verás muy poco. Siento que tengas que oír esto —confesó con semblante serio—, pero se me insinúa de un modo tan provocativo que temo causar una idea equivocada en tu familia. La creo muy capaz de urdir alguna mentira para buscarme problemas. Y comprende que no puedo citarme contigo a espaldas de tus padres.
De llegar a oídos suyos no me permitirán volver a verte jamás.

   —Temí que pensaras que yo era una libertina como ella.

   Al ver confirmadas sus sospechas, Elisabeth detestó mucho más a aquella prima recién encontrada.

   —¿Qué nos está pasando? Hace unos años esta ciudad no era más que un poblacho de mineros y ahora nos empeñamos en comportarnos con unos modales tan refinados como si esto fuera Filadelfia. No critico a tus padres —se excusó—, entiendo que hayan querido educarte como a una dama, pero es absurdo tener que guardar las apariencias de un modo tan ridículo. No puedo soportar tomarte a escondidas como si mostrarte mi amor fuese algo sucio. Estoy cansado de paseos castos en los que no puedo ni darte la mano, estoy harto de sesiones de ópera…

   —Creí que te gustaba —comentó sorprendida.

   —¡La odio! —masculló con gesto vehemente—. Solo asistía para poder disfrutar de tu compañía. Elisabeth, te quiero desde el día en que te vi por primera vez en el hospital.

   —John… —susurró acariciándole la mejilla.
   —Pero, desde que te tuve entre mis brazos, solo sueño con despertar cada mañana con tu cuerpo desnudo sobre el mío —confesó sin dejar de mirarla—. Quiero sentir tus bucles oscuros esparcidos sobre mi pecho, quiero llevarte de la mano junto a mí hasta el día que muera, quiero que tengas a mis hijos, o muchas hijas que se parezcan a ti. Elisabeth, dime que te casarás conmigo.

   —John, ¡te quiero! —exclamó sonriéndole feliz—. Solo con mirarme a los ojos, haces que me estremezca. Lo único que deseo es estar a tu lado y poder decirte cuánto te amo todos los días de mi vida.

   John se acercó de nuevo a su boca y la besó con ternura. Elisabeth notó que el pulso se le aceleraba y cerró los ojos gozando de aquel placer que tan bien recordaba. Él la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos profundizando el beso. La sentó en su regazo y ella le acarició la nuca a la vez que respondía a su pasión con idéntica entrega.

   Elisabeth no supo cuánto duró aquel momento mágico. Cuando al fin John se separó de su boca, lo contempló extasiada: tenía los labios húmedos y jadeaba levemente sin dejar de mirarla a los ojos. En ese momento, supo que jamás podría pertenecer a otro hombre que no fuera él. Recostó la cabeza en su hombro y se abrazó a su torso. Durante unos minutos, permanecieron en silencio disfrutando el uno del calor del otro.

   —Te quiero así de atrevida —dijo acariciándole el pelo—. Pocas mujeres habrían desnudado sus sentimientos ante un hombre como lo acabas de hacer tú.

   —La valentía está empezando a abandonarme —aseguró—, no sé que haría si nos viesen ahora.
Elisabeth agradeció que aquel coche que le había regalado su padre fuera cubierto. Se moría de miedo de pensar que alguien pudiera sorprenderlos en semejante actitud.

   —Ahora estamos prometidos, aunque aún tengo que hablar con tu padre —recapacitó—. Espero que apruebe la boda.

   —Seguro que sí, pero prefiero decírselo yo primero.

   —Está bien que vayas preparando el terreno —comentó pensativo—. He dicho que te respetaré hasta que estemos casados. Pero, si se le ocurre oponerse, estoy dispuesto a raptarte.
Elisabeth se incorporó y le rodeo el cuello con los brazos con una sonrisa de sorpresa ante la idea del rapto. Cada vez le gustaba más el carácter osado de su futuro esposo, mucho más seductor que cuando se comportaba con ella con tanta caballerosidad.

   —Algún día les contaré a nuestros nietos que su abuelo me pidió matrimonio hablando de cuerpos desnudos —comentó con una risita.

   —No ha sido muy delicado por mi parte, pero es lo que siento.

   —¡No quiero un hombre delicado! Conmigo quiero que seas siempre tan impetuoso como esta tarde. Y tienes que saber una cosa —añadió con picardía—. Respecto a mis bucles…, he de confesarte que no son naturales.

   —¿Ah, no? —La miró divertido.

   —Me los hago con unas tenacillas, mi pelo es de un ondulado ingobernable.

   —Así quiero que seas conmigo —precisó besándola en el cuello—, a ratos dulce y a ratos indomable. No sabes lo seductora que estabas cuando intentabas echarme del coche.

   —¿Puedo preguntarte algo? —añadió con una sonrisa traviesa—. Desde que te conocí, hay una duda que me quita el sueño. ¿Tienes el pecho cubierto de vello?

   —Sí, ¿te molesta?

   —¡Oh, no! ¿Y es igual de rubio que éste? —Entornó los ojos mesándole el cabello.

   —Eso no lo sabrás hasta que te cases conmigo —respondió sensual.

   —No pienso esperar hasta entonces para averiguarlo.

  Y, sin darle tiempo a reaccionar, comenzó a desatarle la corbata de lazo y a desabotonarle la camisa. Él la dejó hacer, incrédulo ante semejante despliegue de osadía. Elisabeth le abrió un poco la camisa con ambas manos y pudo comprobar que, aunque de un tono más oscuro, John era tan rubio por dentro como por fuera.

   —Mmm —gimió golosa.

   Acercó la mejilla y se deleitó con su caricia. Cuando alzó la cabeza, el corazón le latió con fuerza al ver el deseo reflejado en los ojos azules de él. Prolongó ese instante de intimidad con un par de besos suaves en su pecho.

   John la estrechó entre sus brazos y la besó con pasión. Se solazó explorándola y Elisabeth aceptó ha invitación deseosa de poseerlo. Él se dejó hacer mientras le acariciaba los pechos, ahogando un gemido al comprobar cómo se endurecían bajo la tela.

   —Para, para, para —suplicó John obligándose a no proseguir—. Y a tu madre métele prisa con los preparativos de la boda, porque como tenga que esperar mucho más, una noche treparé hasta tu dormitorio y te haré mía tan rápido que no te dará tiempo ni a pestañear.

   Elisabeth le dio un beso fugaz en los labios, encantada de despertar en él sentimientos tan lujuriosos, y volvió a su sitio con las mejillas sonrosadas y la respiración agitada pero más feliz que nunca.

   —¿Me llevas a casa? —preguntó devorándolo con los ojos mientras se recomponía el vestido.

   —Si quieres que continúe siendo un caballero, vas a tener que dejar de mirarme de esa manera —advirtió anudándose la corbata.

   Ella se colgó de su brazo y apoyó la cabeza en él sonriendo. Se sentía dichosa de poder compartir su amor con tan íntima complicidad. De pronto, recordó el motivo del malentendido que los había llevado a aquella situación.

   —Estuve hablando con mi madre, ¿sabes? —le explicó—. Por mi prima: no me gusta nada. Y mi madre también está disgustada con su forma de proceder.

   —No me extraña —comentó azuzando las riendas.

   —Ayer hablé con papá para que le entregue cuanto antes su herencia. Espero que entonces se instale por su cuenta, porque no soporto verla en mi casa.

   John evitó comentar la visita de aquel Jonas, aunque en secreto aspiraba a que aquel hombre consiguiera regresar con pruebas que demostrasen sus palabras.

   —Ese problema se acabará pronto —señaló convencido—. En cuanto disponga de dinero, esa mujer no creo que se quede bajo el control de tu padre. Y además, nos vamos a casar y vendrás a vivir conmigo.

   —John —susurró apretándose contra él—, quiero que sea cuanto antes.

   —Me robas el corazón cada vez que te oigo decir mi nombre —confesó rodeándola con un brazo.

  —¿Y si digo «te quiero»?

   —Me robas entero —murmuró besándola con dulzura.

   Respiró con una paz que no había sentido en su vida y la soltó a fin de mantener la compostura.

Acelerando el paso, el Buggie de Elisabeth se perdió entre la multitud de carros y caballerías que abarrotaban la calle Franklin.

—Así es, hijo. Ahora, tendrá que armarse de paciencia —comentó el teniente Fetterman alzando una mano temblorosa.

   Nick asintió para indicarle que no tenía prisa. La enfermedad se había cebado con un hombre aún joven. Era el abatimiento lo que le confería el aspecto de un anciano. Verse impedido para empuñar un arma debió de suponerle un golpe brutal. Un fin absurdo para una carrera heroica.

   Al menos la suerte se había puesto de su parte tras el desagradable encuentro en casa de los Watts.

   Separado de los peones tras la venta del ganado, no podía demorarse más de una semana, y viajar hasta Fort Laramie le hubiese llevado al menos veinte días. Por fortuna, apareció John Collins con aquella información tan valiosa.

   El teniente Fetterman rubricó el escrito. Nick se abstuvo de intervenir mientras lo doblaba y ensobraba con visible dificultad. Brindarle ayuda habría supuesto una afrenta a su pundonor.

   —Nunca le estaré lo bastante agradecido, teniente —afirmó tomando el sobre que le tendía—. Su declaración tiene un enorme valor.

   —En ese papel constato todo lo que vi. Ya le he dicho que no participé directamente en el rescate de aquella niña, pero recuerdo muy bien su llegada a la guarnición. Aunque se la llevaron pronto a Colorado. Fue una suerte que aquella viuda se interesara por ella.

   —Sin duda —afirmó sin ánimo de entrar en polémicas.

   Nick estrechó su mano. Desde su sillón, el teniente contempló con añoranza el aspecto vigoroso de aquel hombre.

   —Señor Jonas, muchas veces he pensado en ella —confesó con la mirada perdida—. No hay mayor honor para un soldado que morir en el campo de batalla y no postrado en un sillón como una marioneta inútil.

   Sus palabras trajeron a la memoria de Nick la muerte absurda de su hermano Sean. La vida, en ocasiones, se empeñaba en convertirse en una broma pesada.

   —Le queda la vida, teniente.

   —¿Qué clase de vida? —Se compadeció—. Hoy más que nunca comprendo el coraje de aquella muchacha. Señor Jonas, sus ojos reflejaban la valentía y el odio de un joven guerrero dispuesto a morir luchando.

   El teniente Fetterman no podía haber descrito mejor a Miley pensó de vuelta a Denver. La mujer que junto a él mostraba de nuevo su valentía tantos años oculta.

   A las afueras, paró en unos establos a refrescar el caballo. Y tras sacar una camisa limpia de la alforja, preguntó por una barbería cercana para tomar un baño.

   Su apariencia era mucho más presentable cuando por segunda vez en el mismo día golpeó la aldaba de los Watts. Pero el hombre que lo esperaba en el salón parecía haber envejecido diez años en una hora y media.

   —Señor Nick, no le esperaba tan pronto —confesó tendiéndole la mano.

   —No crea que he venido tan rápido por su dinero —anunció con acidez—. Traigo un documento que demuestra que mi esposa es la persona que busca.

   —Tome asiento, por favor.

   Nick negó con la cabeza y le tendió el sobre. No le quitó la vista de encima mientras el hombre descifraba la dificultosa escritura.

   —Una quemadura que cubre por completo la palma de la mano hasta la mitad de los dedos. Léalo, lo especifica bien claro —insistió.
              MARATÓN:

   Clifford Watts cerró los ojos dejando caer el brazo. Nick esperó a verlo repuesto y cuando el hombre abrió los ojos de nuevo, le tendió la mano reclamando la carta.

   —«E. T. W», ésa es la inscripción del reloj —concluyó guardando el documento en un bolsillo.

   —Edward Taylor Watts…

   —Puede estar tranquilo, señor Watts —anunció—. Soy dueño de un rancho en el que cabría con holgura la ciudad de Denver y aún me sobrarían acres; infórmese, si lo desea. No me interesa su dinero, es más, puede encender esa chimenea con él.

   —No sé cómo decirle esto… —confesó poniéndose en pie—. Señor Jonas, creo que le debo una disculpa, trate de entender…

   —El único que pierde es usted, porque morirá sin poder abrazar a su sobrina. Consuélese pensando que sus padres estarían orgullosos de ella porque es una gran mujer. No le molesto más.

   —Señor Jonas —rogó—, sé que le insulté de una manera imperdonable, pero quiero que sepa que no he necesitado leer esta carta para convencerme de que he cometido un grave error.

   Nick hizo una última concesión, empezaba a sentir lástima por aquel hombre, víctima de su propia decisión.

   —No soy tan estúpido como imagina —sonrió con tristeza—, aunque mi comportamiento demuestre lo contrario. Mi sobrina… esa mujer… ¡ya ni sé cómo llamarla! Había algo que no encajaba en su relato, y decidí salir de dudas. En cuanto usted salió de aquí, hice venir a un empleado de las minas, un mestizo, buen muchacho —atajó con la mano— y muy trabajador. Su madre es una india sioux…

   —No dispongo de tiempo —se impacientó cogiendo el sombrero.

   Clifford Watts lo miró de frente con aspecto derrotado.

   —La mujer a la que he abierto mi casa y brindado mi cariño no sabe ni una palabra en lengua lakota —confesó.

   La puerta del salón se abrió y ambos giraron la cabeza hacia la recién llegada.

   —Oh, lo siento, papá. —Hizo ademán de marcharse—. No sabía que tenías visita.

   —Pasa, cariño —indicó con la mano—. Señor Jonas, mi hija Elisabeth.

   —Es un placer, señorita —dijo estrechándole la mano—. John Collins me habló de usted.

   —¿Es amigo de John? —preguntó sonriente.

   —Nos conocemos poco, pero sí, lo considero un amigo. Señor Watts, el parentesco con mi esposa es innegable. —Sonrió por primera vez—. Los mismos hoyuelos.

   Elisabeth lo miraba sorprendida, pero recordó de pronto el motivo de su llegada.

   —Papá, no encuentro a Arabella. Cuando John ha vuelto al trabajo, ella ha insistido en que la acompañara a ver unos sombreros y, a la altura de la calle Lawrence, se encontraba tan fatigada que ha decidido regresar a casa por su cuenta. Estoy preocupada por si se ha perdido, tendría que estar aquí hace más de media hora. ¡No he debido dejarla sola!

   Los dos hombres intercambiaron una mirada y el señor Watts bajó la vista.

   —Me temo, señor Watts —suspiró Nick—, que será mejor que la espere sentado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

si te gusto el capitulo o tienes alguna sugerencia no dudes en decirmela seran todas bienvenidas gracias C:
besitos vuelve pronto y mil gracias por visitarme ♥