Elisabeth
llevaba ya una tormentosa semana sin noticias de John Collins. A primera hora
de la tarde, salió por la puerta lateral del St. Joseph y, no había hecho más
que acomodarse en su coche de paseo, cuando lo vio aproximarse a grandes
zancadas. Azuzó al caballo y con gesto altivo emprendió un rápido trote para
desaparecer cuanto antes de allí, pero John la alcanzó en una carrera y
engancho las riendas con una mano.
—¡Para y baja de ahí! Tenemos que hablar
—ordenó.
Elisabeth forcejeó con él para hacerse con
el mando, pero sus esfuerzos fueron infructuosos.
—¿Por qué habría de hacerlo? —protestó sin
mirarlo, muy furiosa.
—Porque apenas me caben las piernas en ese
carrito de juguete que conduces —replicó enfadado ante su obstinación—. ¿No
bajas? Como prefieras.
Al ver que ella no pensaba ceder, detuvo
aquel pequeño Buggie de los que llamaban «de doctor», y se sentó comprimiendo a
Elisabeth contra el lateral. El vehículo estaba pensado para dos pasajeros a lo
sumo, siempre que uno de ellos no tuviese la envergadura de John Collins.
—Usted y yo no tenemos nada de que hablar,
señor Collins —afirmó alzando la barbilla.
—¿Ahora ya no soy John? ¿Vuelvo a ser el
señor Collins? —preguntó irónico—. Me da igual, vas a escucharme te guste o no.
—No pienso hablar con usted. Su
comportamiento me ha demostrado qué clase de hombre es.
John,
con aparente calma, dirigió el coche hacia las afueras de Denver: necesitaba un
lugar en el que pudieran hablar tranquilos, sin la presencia de curiosos.
Cuando Elisabeth comprobó que se dirigían hacia el norte por la calle Franklin
e iban dejando atrás la zona más poblada, se impacientó al verse sometida a su
voluntad.
—Quizá pretende usted llevarme a un sitio
aislado para abusar de mí. La culpa fue mía por permitirle excederse de aquella
manera y ahora me cree una mujer carente de moral —atacó con ira.
—¡Deja de decir tonterías! ¿Qué clase de
hombre crees que soy? Me he propuesto respetarte hasta que nos casemos.
Aquella afirmación encolerizó a Elisabeth de
tal modo que empezó a golpearlo con furia y a propinarle empujones a la vez que
intentaba arrebatarle las riendas.
—Maldito presuntuoso, ¡fuera de mi coche
ahora mismo! —mascullaba con los dientes apretados.
John paró en una zona apartada, estupefacto
ante la nueva faceta que acababa de descubrir en Elisabeth.
—Así que sabes maldecir —comentó divertido.
—Diga lo que tenga que decir y rápido
—exigió ella con los brazos cruzados y mirando hacia otro lado.
Él le tomó la barbilla y le volvió la cabeza
con suavidad. Al principio, Elisabeth se resistió pero no pudo evitar sucumbir
al tacto de su mano. Lo miró con los ojos llenos de ira, aunque su corazón
latía por él.
—Cariño, si cuando te muestras angelical me
vuelves loco, tengo que reconocer que furiosa aún me gustas más. Elisabeth…
—susurró.
La besó apenas rozándola, pero ella lo
separó con cuidado. No pensaba caer rendida en sus brazos sin una explicación.
—John, te lo ruego. No juegues con mis
sentimientos —suplicó más calmada—. Desde que nos conocemos, pasas a verme casi
a diario, salvo cuando estás de viaje. Incluso hay días que más de una vez. Y
ahora, ¿qué he hecho para no saber nada de ti de pronto?
—Vengo de tu casa.
—¿Después de una semana sin aparecer? Si
pretendes que te crea…
—Si me dejas que te explique.
—Eres distinto desde aquella tarde en casa.
Se que no me comporté como corresponde a una dama…
—No, cariño. Nada de eso. Tú eres una mujer
de verdad —aseguró mirándola con adoración—. Te entregas a mí de una manera tan
apasionada que me haces perder el control.
—Por eso desapareciste con tanta prisa en
cuanto viste a mis padres, sin una palabra cariñosa hacia mí —le reprochó
dolida—. Desde entonces, no has vuelto siquiera a tomarme la mano.
—Qué pronto olvidas —adujo enojado.
—No he olvidado ni una sola de tus caricias
—murmuró entrelazando sus dedos con los de él—, pero cada vez que me besas a
escondidas, con miedo a que nos descubran, ¿cómo crees que me siento?
—¿Y qué quieres que haga si siempre que nos
vemos estamos rodeados de gente?
—Pensé que te avergonzabas de mi conducta y
que por eso te acercabas a mí de manera furtiva.
—No sé cómo has llegado a pensar eso.
Aquella tarde tuve que salir de tu casa… no lo entenderías. Mi estado era muy
evidente. —No sabía cómo explicárselo—. En fin, tus padres habrían sospechado.
Yo solo pretendía defender tu reputación ante ellos, y la mía, claro está. Tú
no sabes a qué me refiero.
—Se de qué hablas. Cuando empezaron a venir
pretendientes a mi casa —bajó la vista—, mi madre me explicó todo lo que tengo
que saber con respecto a los hombres.
Cuando se atrevió a volver a mirarlo,
comprobó que él la estudiaba con el ceño fruncido.
—¿Has tenido muchos pretendientes? —preguntó
celoso.
—Por supuesto —aseguró.
John sonrió ante su actitud presumida. Su
vida iba a ser muy divertida junto a aquella fierecilla morena.
—Elisabeth, desde aquella tarde no duermo ni
como —confesó en tono íntimo jugando con un rizo junto a su oreja—. Al ver que
respondías a mis caricias con tanta pasión, supe que no podré vivir sin ti.
—¿Y por qué hace una semana que no sé nada
de ti?
—La última semana sin verte ha sido un
infierno y no he podido aguantarlo. Por eso he pasado por tu casa hace un rato.
Pero mientras viva allí tu prima, me verás muy poco. Siento que tengas que oír
esto —confesó con semblante serio—, pero se me insinúa de un modo tan
provocativo que temo causar una idea equivocada en tu familia. La creo muy
capaz de urdir alguna mentira para buscarme problemas. Y comprende que no puedo
citarme contigo a espaldas de tus padres.
De
llegar a oídos suyos no me permitirán volver a verte jamás.
—Temí que pensaras que yo era una libertina
como ella.
Al ver confirmadas sus sospechas, Elisabeth
detestó mucho más a aquella prima recién encontrada.
—¿Qué nos está pasando? Hace unos años esta
ciudad no era más que un poblacho de mineros y ahora nos empeñamos en
comportarnos con unos modales tan refinados como si esto fuera Filadelfia. No
critico a tus padres —se excusó—, entiendo que hayan querido educarte como a
una dama, pero es absurdo tener que guardar las apariencias de un modo tan
ridículo. No puedo soportar tomarte a escondidas como si mostrarte mi amor
fuese algo sucio. Estoy cansado de paseos castos en los que no puedo ni darte
la mano, estoy harto de sesiones de ópera…
—Creí que te gustaba —comentó sorprendida.
—¡La odio! —masculló con gesto vehemente—.
Solo asistía para poder disfrutar de tu compañía. Elisabeth, te quiero desde el
día en que te vi por primera vez en el hospital.
—John… —susurró acariciándole la mejilla.
—Pero, desde que te tuve entre mis brazos,
solo sueño con despertar cada mañana con tu cuerpo desnudo sobre el mío
—confesó sin dejar de mirarla—. Quiero sentir tus bucles oscuros esparcidos
sobre mi pecho, quiero llevarte de la mano junto a mí hasta el día que muera,
quiero que tengas a mis hijos, o muchas hijas que se parezcan a ti. Elisabeth,
dime que te casarás conmigo.
—John, ¡te quiero! —exclamó sonriéndole
feliz—. Solo con mirarme a los ojos, haces que me estremezca. Lo único que
deseo es estar a tu lado y poder decirte cuánto te amo todos los días de mi
vida.
John se acercó de nuevo a su boca y la besó
con ternura. Elisabeth notó que el pulso se le aceleraba y cerró los ojos
gozando de aquel placer que tan bien recordaba. Él la atrajo hacia sí y la
estrechó entre sus brazos profundizando el beso. La sentó en su regazo y ella
le acarició la nuca a la vez que respondía a su pasión con idéntica entrega.
Elisabeth no supo cuánto duró aquel momento
mágico. Cuando al fin John se separó de su boca, lo contempló extasiada: tenía
los labios húmedos y jadeaba levemente sin dejar de mirarla a los ojos. En ese
momento, supo que jamás podría pertenecer a otro hombre que no fuera él.
Recostó la cabeza en su hombro y se abrazó a su torso. Durante unos minutos,
permanecieron en silencio disfrutando el uno del calor del otro.
—Te quiero así de atrevida —dijo
acariciándole el pelo—. Pocas mujeres habrían desnudado sus sentimientos ante
un hombre como lo acabas de hacer tú.
—La valentía está empezando a abandonarme
—aseguró—, no sé que haría si nos viesen ahora.
Elisabeth
agradeció que aquel coche que le había regalado su padre fuera cubierto. Se
moría de miedo de pensar que alguien pudiera sorprenderlos en semejante
actitud.
—Ahora estamos prometidos, aunque aún tengo
que hablar con tu padre —recapacitó—. Espero que apruebe la boda.
—Seguro que sí, pero prefiero decírselo yo
primero.
—Está bien que vayas preparando el terreno
—comentó pensativo—. He dicho que te respetaré hasta que estemos casados. Pero,
si se le ocurre oponerse, estoy dispuesto a raptarte.
Elisabeth
se incorporó y le rodeo el cuello con los brazos con una sonrisa de sorpresa
ante la idea del rapto. Cada vez le gustaba más el carácter osado de su futuro
esposo, mucho más seductor que cuando se comportaba con ella con tanta
caballerosidad.
—Algún día les contaré a nuestros nietos que
su abuelo me pidió matrimonio hablando de cuerpos desnudos —comentó con una
risita.
—No ha sido muy delicado por mi parte, pero
es lo que siento.
—¡No quiero un hombre delicado! Conmigo
quiero que seas siempre tan impetuoso como esta tarde. Y tienes que saber una
cosa —añadió con picardía—. Respecto a mis bucles…, he de confesarte que no son
naturales.
—¿Ah, no? —La miró divertido.
—Me los hago con unas tenacillas, mi pelo es
de un ondulado ingobernable.
—Así quiero que seas conmigo —precisó
besándola en el cuello—, a ratos dulce y a ratos indomable. No sabes lo
seductora que estabas cuando intentabas echarme del coche.
—¿Puedo preguntarte algo? —añadió con una
sonrisa traviesa—. Desde que te conocí, hay una duda que me quita el sueño.
¿Tienes el pecho cubierto de vello?
—Sí, ¿te molesta?
—¡Oh, no! ¿Y es igual de rubio que éste?
—Entornó los ojos mesándole el cabello.
—Eso no lo sabrás hasta que te cases conmigo
—respondió sensual.
—No pienso esperar hasta entonces para
averiguarlo.
Y, sin darle tiempo a reaccionar, comenzó a
desatarle la corbata de lazo y a desabotonarle la camisa. Él la dejó hacer,
incrédulo ante semejante despliegue de osadía. Elisabeth le abrió un poco la
camisa con ambas manos y pudo comprobar que, aunque de un tono más oscuro, John
era tan rubio por dentro como por fuera.
—Mmm —gimió golosa.
Acercó la mejilla y se deleitó con su
caricia. Cuando alzó la cabeza, el corazón le latió con fuerza al ver el deseo
reflejado en los ojos azules de él. Prolongó ese instante de intimidad con un
par de besos suaves en su pecho.
John la estrechó entre sus brazos y la besó
con pasión. Se solazó explorándola y Elisabeth aceptó ha invitación deseosa de
poseerlo. Él se dejó hacer mientras le acariciaba los pechos, ahogando un
gemido al comprobar cómo se endurecían bajo la tela.
—Para, para, para —suplicó John obligándose
a no proseguir—. Y a tu madre métele prisa con los preparativos de la boda,
porque como tenga que esperar mucho más, una noche treparé hasta tu dormitorio
y te haré mía tan rápido que no te dará tiempo ni a pestañear.
Elisabeth le dio un beso fugaz en los
labios, encantada de despertar en él sentimientos tan lujuriosos, y volvió a su
sitio con las mejillas sonrosadas y la respiración agitada pero más feliz que
nunca.
—¿Me llevas a casa? —preguntó devorándolo
con los ojos mientras se recomponía el vestido.
—Si quieres que continúe siendo un
caballero, vas a tener que dejar de mirarme de esa manera —advirtió anudándose
la corbata.
Ella se colgó de su brazo y apoyó la cabeza
en él sonriendo. Se sentía dichosa de poder compartir su amor con tan íntima
complicidad. De pronto, recordó el motivo del malentendido que los había
llevado a aquella situación.
—Estuve hablando con mi madre, ¿sabes? —le
explicó—. Por mi prima: no me gusta nada. Y mi madre también está disgustada
con su forma de proceder.
—No me extraña —comentó azuzando las
riendas.
—Ayer hablé con papá para que le entregue
cuanto antes su herencia. Espero que entonces se instale por su cuenta, porque
no soporto verla en mi casa.
John evitó comentar la visita de aquel
Jonas, aunque en secreto aspiraba a que aquel hombre consiguiera regresar con
pruebas que demostrasen sus palabras.
—Ese problema se acabará pronto —señaló
convencido—. En cuanto disponga de dinero, esa mujer no creo que se quede bajo
el control de tu padre. Y además, nos vamos a casar y vendrás a vivir conmigo.
—John —susurró apretándose contra él—,
quiero que sea cuanto antes.
—Me
robas el corazón cada vez que te oigo decir mi nombre —confesó rodeándola con
un brazo.
—¿Y si digo «te quiero»?
—Me robas entero —murmuró besándola con
dulzura.
Respiró con una paz que no había sentido en
su vida y la soltó a fin de mantener la compostura.
Acelerando
el paso, el Buggie de Elisabeth se perdió entre la multitud de carros y
caballerías que abarrotaban la calle Franklin.
—Así
es, hijo. Ahora, tendrá que armarse de paciencia —comentó el teniente Fetterman
alzando una mano temblorosa.
Nick asintió para indicarle que no tenía
prisa. La enfermedad se había cebado con un hombre aún joven. Era el
abatimiento lo que le confería el aspecto de un anciano. Verse impedido para
empuñar un arma debió de suponerle un golpe brutal. Un fin absurdo para una
carrera heroica.
Al menos la suerte se había puesto de su
parte tras el desagradable encuentro en casa de los Watts.
Separado de los peones tras la venta del
ganado, no podía demorarse más de una semana, y viajar hasta Fort Laramie le
hubiese llevado al menos veinte días. Por fortuna, apareció John Collins con
aquella información tan valiosa.
El teniente Fetterman rubricó el escrito.
Nick se abstuvo de intervenir mientras lo doblaba y ensobraba con visible
dificultad. Brindarle ayuda habría supuesto una afrenta a su pundonor.
—Nunca le estaré lo bastante agradecido,
teniente —afirmó tomando el sobre que le tendía—. Su declaración tiene un
enorme valor.
—En ese papel constato todo lo que vi. Ya le
he dicho que no participé directamente en el rescate de aquella niña, pero
recuerdo muy bien su llegada a la guarnición. Aunque se la llevaron pronto a
Colorado. Fue una suerte que aquella viuda se interesara por ella.
—Sin duda —afirmó sin ánimo de entrar en
polémicas.
Nick estrechó su mano. Desde su sillón, el
teniente contempló con añoranza el aspecto vigoroso de aquel hombre.
—Señor Jonas, muchas veces he pensado en
ella —confesó con la mirada perdida—. No hay mayor honor para un soldado que
morir en el campo de batalla y no postrado en un sillón como una marioneta
inútil.
Sus palabras trajeron a la memoria de Nick
la muerte absurda de su hermano Sean. La vida, en ocasiones, se empeñaba en
convertirse en una broma pesada.
—Le queda la vida, teniente.
—¿Qué clase de vida? —Se compadeció—. Hoy
más que nunca comprendo el coraje de aquella muchacha. Señor Jonas, sus ojos
reflejaban la valentía y el odio de un joven guerrero dispuesto a morir
luchando.
El teniente Fetterman no podía haber
descrito mejor a Miley pensó de vuelta a Denver. La mujer que junto a él
mostraba de nuevo su valentía tantos años oculta.
A las afueras, paró en unos establos a
refrescar el caballo. Y tras sacar una camisa limpia de la alforja, preguntó
por una barbería cercana para tomar un baño.
Su apariencia era mucho más presentable
cuando por segunda vez en el mismo día golpeó la aldaba de los Watts. Pero el
hombre que lo esperaba en el salón parecía haber envejecido diez años en una
hora y media.
—Señor Nick, no le esperaba tan pronto
—confesó tendiéndole la mano.
—No crea que he venido tan rápido por su
dinero —anunció con acidez—. Traigo un documento que demuestra que mi esposa es
la persona que busca.
—Tome asiento, por favor.
Nick negó con la cabeza y le tendió el
sobre. No le quitó la vista de encima mientras el hombre descifraba la
dificultosa escritura.
—Una quemadura que cubre por completo la
palma de la mano hasta la mitad de los dedos. Léalo, lo especifica bien claro
—insistió.
MARATÓN:
Clifford Watts cerró los ojos dejando caer
el brazo. Nick esperó a verlo repuesto y cuando el hombre abrió los ojos de
nuevo, le tendió la mano reclamando la carta.
—«E. T. W», ésa es la inscripción del reloj
—concluyó guardando el documento en un bolsillo.
—Edward Taylor Watts…
—Puede estar tranquilo, señor Watts
—anunció—. Soy dueño de un rancho en el que cabría con holgura la ciudad de
Denver y aún me sobrarían acres; infórmese, si lo desea. No me interesa su
dinero, es más, puede encender esa chimenea con él.
—No sé cómo decirle esto… —confesó
poniéndose en pie—. Señor Jonas, creo que le debo una disculpa, trate de
entender…
—El único que pierde es usted, porque morirá
sin poder abrazar a su sobrina. Consuélese pensando que sus padres estarían
orgullosos de ella porque es una gran mujer. No le molesto más.
—Señor Jonas —rogó—, sé que le insulté de
una manera imperdonable, pero quiero que sepa que no he necesitado leer esta
carta para convencerme de que he cometido un grave error.
Nick hizo una última concesión, empezaba a
sentir lástima por aquel hombre, víctima de su propia decisión.
—No soy tan estúpido como imagina —sonrió
con tristeza—, aunque mi comportamiento demuestre lo contrario. Mi sobrina… esa
mujer… ¡ya ni sé cómo llamarla! Había algo que no encajaba en su relato, y
decidí salir de dudas. En cuanto usted salió de aquí, hice venir a un empleado
de las minas, un mestizo, buen muchacho —atajó con la mano— y muy trabajador.
Su madre es una india sioux…
—No dispongo de tiempo —se impacientó
cogiendo el sombrero.
Clifford Watts lo miró de frente con aspecto
derrotado.
—La mujer a la que he abierto mi casa y
brindado mi cariño no sabe ni una palabra en lengua lakota —confesó.
La puerta del salón se abrió y ambos giraron
la cabeza hacia la recién llegada.
—Oh, lo siento, papá. —Hizo ademán de
marcharse—. No sabía que tenías visita.
—Pasa, cariño —indicó con la mano—. Señor
Jonas, mi hija Elisabeth.
—Es un placer, señorita —dijo estrechándole
la mano—. John Collins me habló de usted.
—¿Es amigo de John? —preguntó sonriente.
—Nos conocemos poco, pero sí, lo considero
un amigo. Señor Watts, el parentesco con mi esposa es innegable. —Sonrió por
primera vez—. Los mismos hoyuelos.
Elisabeth lo miraba sorprendida, pero
recordó de pronto el motivo de su llegada.
—Papá, no encuentro a Arabella. Cuando John
ha vuelto al trabajo, ella ha insistido en que la acompañara a ver unos
sombreros y, a la altura de la calle Lawrence, se encontraba tan fatigada que
ha decidido regresar a casa por su cuenta. Estoy preocupada por si se ha perdido,
tendría que estar aquí hace más de media hora. ¡No he debido dejarla sola!
Los dos hombres intercambiaron una mirada y
el señor Watts bajó la vista.
—Me temo, señor Watts —suspiró Nick—, que
será mejor que la espere sentado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
si te gusto el capitulo o tienes alguna sugerencia no dudes en decirmela seran todas bienvenidas gracias C:
besitos vuelve pronto y mil gracias por visitarme ♥