domingo, 17 de marzo de 2013

Dama de treboles cap 91


A esas horas, en Denver soplaba una agradable brisa veraniega.
John y Elisabeth cruzaban Capitol Hills después de dejar a los padres de ella
.
Él había comido con la familia en el hotel Albany y, tras acompañar al matrimonio a casa, se empeñó en enseñar a Elisabeth una de las obras en las que estaba trabajando.

   A Clifford Watts le pareció una hora demasiado temprana para salir, e invitó a John a tomar un brandy con él. Pero la pareja insistió en ir cuanto antes a ver las obras del futuro hotel Brown.

   —¿Qué tal le va a tu padre con la búsqueda de su sobrina? No he querido mencionar el tema durante la comida porque noto que le duele hablar de ello — preguntó cuando llevaban ya un buen trecho recorrido.

   —Mal. — Frunció los labios — Sin noticias. A veces pienso que es una tarea imposible, pero ante él tengo que mostrarme esperanzada.

   —Entiendo. No hablemos de cosas tristes. —Le acarició la mejilla.

Cuando llegaron a la altura de la calle Lincoln, John se detuvo para que Elisabeth pudiera contemplar el majestuoso edificio en construcción.

La estructura se alzaba en la esquina de la Diecisiete con Broadway y sólo alcanzaba de momento hasta la cuarta planta.

Aun así, permitía adivinar que una vez finalizadas las obras, nada sería comparable en la ciudad al moderno hotel Brown Palace.

   —Es imponente —aseguró impresionada.

   —No es más que un esqueleto — le quitó importancia —. Pero lo será cuando esté acabado. ¿Quieres saber por qué se levantará este edificio? Al señor Brown no le dejaron entrar en el Windsor por ir vestido como un vaquero, así que decidió construirse su propio hotel. Es admirable, uno de los hombres más ricos de Colorado y tan humilde como cualquier jornalero.

   —¿Por qué te lo han encargado a ti?

   —Mi hermano y yo ya hemos colaborado otras veces con Frank Edbrooke, el arquitecto. Sabe que trabajamos bien y no nos cuesta entendernos.

   Mientras se acercaban a la obra, Elisabeth lo escuchaba con interés y a John no le pasó desapercibida la admiración que despertaba en ella.

   —¿Te apetece subir? —le tendió la mano.

   Elisabeth miró a un lado y a otro para asegurarse de no ser vistos. Le sonrió y se aferró a su mano con decisión.

   John la condujo a través de lo que en el futuro sería el inmenso lobby del hotel hasta los pies de una escalera provisional.

   —¿Crees que se llenará? Parece que será un edificio inmenso.

   —Sí, tendrá ocho pisos.

   —¿Ocho? —preguntó con los ojos muy abiertos. John asintió, encantado de verla tan interesada por la que consideraba su mejor obra.

   —Se llenará, seguro. Denver no para de crecer.

   —Eso es bueno para tu negocio.

   —Muy bueno.

Subían la escalera con cuidado.
John delante y Elisabeth detrás, sin soltarle la mano.

A cada planta que ascendían, ella se pegaba más a la pared.
Por fin alcanzaron la cuarta y salieron al exterior.

Era una inmensa superficie ocupada por un bosque de recios pilares de ladrillo macizo, preparados para recibir las vigas del piso siguiente.

Elisabeth dio una vuelta sobre sí misma.
La vista sobre la ciudad era un espectáculo
asombroso.

   —Estarás muy orgulloso.

   —Hago mi trabajo, eso es todo — confesó encogiéndose de hombros —. Pero no lo voy a negar, cuando lo vea acabado me sentiré muy satisfecho.

Elisabeth lo miró embelesada.
No le costaba nada entender por qué las hermanas del hospital lo recibían siempre con los brazos abiertos.
Cada vez que lo veían llegar, se formaba un revuelo.

Todas lo recibían sonrientes, entre maternales y alborozadas.
Sin proponérselo, su sencillez unida a su enorme atractivo, hacían de él un auténtico seductor.

Se aproximó al vértice en forma de proa de barco, donde se unían las dos fachadas laterales y John corrió a sujetarla por la cintura.

   —No te acerques tanto — dijo arrastrándola hacia atrás.

Elisabeth apoyó sus manos en las de él y giró la cabeza.
John pudo apreciar en su mirada un brillo de emoción por la cercanía de sus cuerpos.
De la mano, la condujo hacia el hueco de la escalera.

    —Bajar aún será más peligroso — comentó un poco preocupada.

   —No te sueltes de mi mano. Yo iré delante. Si caemos, prefiero que lo hagas sobre mí antes que aplastarte.

Tal como las palabras salieron de su boca, la imaginación de John empezó a visualizar su cuerpo sobre el de Elisabeth y se le aceleró la respiración.

En realidad, soñaba con sentir su cuerpo debajo del suyo, o encima, daba igual.

Cuando llegaron al segundo piso, en lugar de continuar bajando, la llevó hasta la columna más cercana.

   —Quedémonos un rato —le rogó.

Quería prolongar todo el tiempo posible el poder estar a solas con ella.
Elisabeth se quedó frente a él sin mostrar resistencia.
Su silencio y su sonrisa tímida equivalían a un sí.

   —Y tú, ¿estás orgullosa de ti misma?

   —Mi vida no tiene nada de particular.

   —No es eso lo que me han dicho —dijo rodeando su cintura—. Las hermanas cuentan maravillas de ti. Muy pocas chicas dedican su tiempo a leer cuentos y jugar con los niños enfermos.

   —Algunos están muy solos. Sus padres trabajan todo el día y no pueden acudir a verlos tanto como quisieran. Es lo menos que puedo hacer.

   —Eres un ángel — susurró —. Tienes un montón de amor para dar, ¿verdad?

Elisabeth lo miraba en silencio, no le importó que viese en su interior como a través de un cristal. Su corazón rebosaba amor y ya tenía dueño.

   —¿Recuerdas el 23 de julio? — preguntó él con un matiz sensual. — Era martes — murmuró con la respiración agitada por su cercanía —. Ese día empezamos a tutearnos.

   —¿Lo recuerdas por eso? —Le acarició la mejilla con la nariz.

   —No.

Elisabeth lo retiró un poco para poder verle los ojos.

¿Cómo iba a olvidarlo?
Ese martes lo recordaría siempre como el día en que la besó por primera vez.

   —Me muero por besarte — dijo John en un susurro.

   —Lo has hecho un montón de veces. ¿Desde cuándo tienes que pedirme permiso?

   —Me parece que aún no sabes lo que es un beso — dijo en voz baja acariciándole la barbilla con el pulgar.

Se inclinó sobre ella y la besó con una pasión intensa y poderosa.
Elisabeth se estremeció de pies a cabeza sacudida por una explosión de placer.
Aquella excitante posesión no tenía nada que ver con la dulce caricia de los labios de él sobre los suyos.

Cuando John alzó el rostro, se llevó los dedos a los labios desconcertada, los sentía latir.
Hizo lo que le pedía su corazón y, sin dudarlo, le rodeó el cuello con los brazos.

John, sin dejar de mirarla a los ojos, esbozó una sonrisa.
La estrechó oprimiéndola contra su cuerpo y sus bocas se fundieron en una.

Ninguno de los dos olvidaría aquella tarde de domingo en la solitaria penumbra de un edificio en obras.



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